jueves, 25 de septiembre de 2008

"Revolución Educativa"

Entre los años 1988 – 1993, la educación de nuestro país, protagonizó la llamada “Revolución Educativa”, misma que pretendía entre otros, de manera principal elevar la calidad de la educación básica, ¿Cómo? – Entre las principales acciones se encuentra la desconcentración de recursos del centro a los gobiernos estatales.

Las políticas educativas instrumentadas por la S. E. P. en los últimos años acentuaron los efectos producidos por la pobreza en el acceso, permanencia y aprovechamiento en el sistema de enseñanza, de tal forma que si la aplicación del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica no se basa en medidas eficaces, tales fenómenos se mantendrán, pues la mera transferencia de recursos no asegura por sí misma la desaparición de los problemas que afectan al sistema.

A cuatro lustros de distancia, es ya posible observar que las condiciones educativas que dieron origen a este movimiento, no nada más no se transformaron, sino que se agravaron a tal grado que en la actualidad son el mayor reto de la historia, pues los índices educativos de aprovechamiento escolar y eficiencia Terminal, son cada vez mucho más lamentables.

En el periódico “Excélsior”, en fecha 27 de mayo de 1992, aparece un artículo de Jaime Labastida, en el mismo se hace un análisis sobre este aspecto de la educación en nuestro país, el cual por su trascendencia, me permito transcribir buscando que quienes estamos interesados en la transformación de la educación pública, tomemos algunos conceptos importantes ahí plasmados.
¡Vaya pues…! Y que cumpla su cometido de encontrar respuestas a los grandes retos educativos que nos envuelven y están deteniendo el desarrollo del conocimiento de todo un pueblo como es el mexicano.


Vuelta al pasado en educación

En una entrevista que, en fecha reciente, publicó la revista “Mundo”. Señalé el que considero el problema central en nuestro país: el fracaso de nuestro sistema educativo. Este fracaso se expresa en el hecho, terrible, de que hemos producido, a lo largo de los últimos decenios, egresados sin capacidad crítica, anestesiados, dispuestos a obedecer. El educando ha sido concebido por nuestro sistema educativo como un débil mental. Perpetuo menor de edad al que los padres y los maestros - , guían, sostienen – o detienen – porque no le conceden la habilidad de pensar por sí mismos, de desarrollarse de manera autónoma.

Esta profunda debilidad de nuestra educación se deriva de un concepto, en ocasiones explícito, pero las más de las veces simplemente implícito, que consiste en suponer que lo esencial en educación es transmitir conocimientos. Por supuesto, esos conocimientos deben estar, dado el desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología, actualizados. Por consecuencia, cada cierto número de años, se presenta la inaplazable necesidad de actualizar los conocimientos, o la información, o los contenidos de la enseñanza. Transmitir conocimientos, informar, enseñar, pues, parece la esencia misma de la educación. Si no fuera ese su objetivo, ¿Qué otra cosa podría ser la escuela? - ¿Para qué si no es para esto, fue diseñada la escuela?

Detengámonos un momento frente a estas proposiciones que poseen ya, para nuestra desgracia, el carácter de dogmas, de verdades evidentes de suyo, casi de postulados o de axiomas que ni siquiera necesitan de demostración. Lo que debe en verdad, preocuparnos es precisamente esta idea tan extendida de que lo esencial de la educación consiste en la transmisión de conocimientos de una generación a otra, por supuesto.

Creo que es conveniente situarnos, de entrada, en otro espacio teórico y reconocer que lo esencial de un proceso educativo consiste en su posibilidad para desarrollar en el educando sus más amplias capacidades latentes. Con otras palabras: lo más importante es que el educando sea capaz de descubrir, de interrogar, de generar conocimientos, de poner en duda las supuestas verdades recibidas, de crear, de producir enunciados nuevos. La educación pone en acto lo que el educando posee en potencia, como diría Aristóteles.

La educación nacional entró en crisis y esa crisis cada día es más profunda, a medida que se acentúan los contenidos aparentemente “modernos” de los textos de enseñanza y se carga a los alumnos – “Carga” en el sentido real y figurado, puesto que los hará con varios kilogramos de libros de sabiduría inútil – de un exceso de materias… o de áreas, para el caso da igual.

El resultado, o sea, el producto, por otro nombre el egresado de cualquiera de nuestros ciclos de enseñanza, es un muchacho que se acostumbra a recibir, en el sentido literal del término, los conocimientos ya hechos. Sabe de química, de física, de matemáticas, de biología; por lo tanto, cree saber ciencia. Sabe también de literatura o de pintura; cree también que sabe algo de arte. Y, en efecto, las nociones de matemáticas que recibe se encuentran actualizadas y se le enseña teoría de conjuntos y en el caso del lenguaje recibe las nociones modernas de lingüística estructural.

Este saber de los estudiantes – Y este saber de sus profesores - ¿no es por el contrario, un falso saber? De pronto acuden a mi las palabras viejas por fortuna, con una vejez de veinticinco siglos , las palabras digo, de aquél hombre que se consideraba el impertinente por excelencia El tábano de la ciudad, el que hostigaba las conciencias tranquilas de los atenienses. Sócrates, pues, dijo que la virtud no podía ser enseñada. En rigor, señaló que podían ser transmitidos ciertos conocimientos pero que, con palabras actuales, la ciencia, la filosofía o el arte, no pueden ser enseñados en un sentido radical (…).

Del conjunto del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica me interesa rescatar, por consecuencia, un aspecto, que considero el primordial. Es más, quiero decirlo por adelantado, si este único punto se pusiera en acción, constituiría, por sí solo, la reforma más profunda y duradera del régimen actual y, sin duda, el logro de mayores alcances que el sistema educativo nacional hubiera logrado en más de veinte años de tropezar en las mismas piedras.

Me refiero, por supuesto, a la parte que dice: “El fundamento de la educación básica está constituido por la lectura, la escritura y las matemáticas, habilidades que, asimiladas elemental pero firmemente, permiten seguir aprendiendo durante toda la vida y dan al hombre los soportes racionales para la reflexión.

Sí, pues – pero adviértase bien, si -, el acuerdo traduce en términos operativos este principio, nuestro sistema educativo habrá dado un paso gigantesco en la construcción de educandos que puedan, como decía el poeta César Vallejo, recibirse de hombres.

El principio mencionado contiene la esencia misma de la educación. No pone el acento en los contenidos ni en la transmisión de conocimientos científicos, verdaderos, racionales o modernos. Pone el acento, por lo contrario, en el lenguaje, en el lenguaje como instrumento inseparable de la razón y como la posibilidad de aprender durante toda la vida, es decir, la posibilidad de dudar de todo, de poner en cuestión aquellas verdades que la ciencia considera indiscutibles. .

Si y sólo si ese principio se traduce de modo consecuente en un nuevo sistema de enseñanza – aprendizaje, estaremos en el umbral de una auténtica revolución educativa. Por esta revolución educativa entiendo, qué curioso, la puesta en marcha de los más viejos principios de la educación. Dicho de otra manera: Para avanzar, me parece que, con justicia, el acuerdo propone retroceder. De otro modo aún. El acuerdo propone que, para modernizar nuestra educación se debe volver al pasado. Felicito a los autores de esta idea. Es la primera vez, en años, que se propone algo sensato en el conjunto caótico de la educación nacional.

No quiero detenerme en otros aspectos, obviamente dudosos, que contiene el acuerdo. Señalaré alguno, sin embargo. El principal es el relativo a la transferencia a los gobiernos estatales de los recursos destinados a la educación. Peligro cierto, por el carácter poco ilustrado, digámoslo mediante un eufemismo, de una buena parte, sino de la mayoría de los gobernadores de los estados. Pero, al mismo tiempo que se presenta el peligro de la posible desviación de fondos a fines que no sean estrictamente educativos , se ofrece la inmensa opción de hacer que los estados compitan entre sí por elevar los niveles educativos. El modelo que inspira este aspecto del acuerdo es ciertamente, el estadounidense. Ojalá que en nuestro país también se traduzca en una mayor participación de la sociedad civil y en una mayor vigilancia del uso de los recursos.

Ojalá, por encima de todo, que el principio funcionario fundamental que este Acuerdo contiene se traduzca, insisto, en programas que pongan el énfasis, ¡Cómo antes!, en la lectura y la escritura. Lectura en voz alta, para el disfrute pleno de los valores estéticos de los poemas, luego relatos y los ensayos. Lectura en silencio, para la construcción de una conciencia reflexiva. Escritura, ortografía, carácter poco ilustrado, caligrafía… que permitan el desarrollo de las habilidades motoras más finas de los educandos y que produzca, con el tiempo, personas hábiles para redactar, investigar, escribir… algo más que oficios incomprensibles y ensayos de estudiantes universitarios que lindan con la barbarie.

Si esto se logra, sólo si esta condición (al mismo tiempo necesaria y suficiente) se cumple, acaso en un tiempo corto, de quince o veinte años, nuestra nación volverá a disponer de gente crítica, pensante, que goce el placer del texto. Por este sólo punto, pues, estoy en condiciones de apostar a favor del acuerdo.

Artículo tomado del periódico “Excélsior”, 27 mayo 1992, pp. 1, 10 y 41
Por Jaime Labastida.

1 comentario:

José Luis Rivera Lara dijo...

comparto la idea de que la educación en México debe de redirigirse en un senido que permita su optimización. los profesores debemos de acuar con responsabilidad social en nuestra labor educativa, creando y transformando las conciencias de nuestros alumnos para ayudarlos a ser cada día mejores y ofrecer al país la alidad de educación que se requiere en la actualidad.