viernes, 15 de agosto de 2008

Crítica a la escuela.

La crítica a la escuela. El radicalismo norteamericano en la década de 1970.
Las vidas de los niños*
*En Olac Fuentes Molinar (Comp.), Crítica a la escuela. El reformismo radical en Estados Unidos, México, SEP/El Caballito, 1985, pp. 121-130. [publicado originalmente en George Dennison, las vidas de los niños, Lya Cardoza, (Trad.), México, Siglo XXI, 1972. Nota del Ed.]
George Dennison
[…]
josé había fracasado en todo. Después de cinco años en las escuelas públicas, no sabía leer, no podía sumar y no tenía los más mínimos conocimientos de historia y geografía.
Se nos describió como poseedor de “motivaciones pobres”, carente de “habilidad para leer” y (de nuevo) poseedor de “un problema de lectura”.
Pero ¿qué son esas entidades que poseía y carecía? ¿existe algo como “un problema de lectura” o “motivaciones” o “habilidad para leer”?
El decir “problema para leer” es marcar n pequeño círculo alrededor de José y especificar sus contenidos: sílabas, deletreo, gramática, etcétera.
Ya que hablamos de un niño real, hablamos también de libros reales, de maestros reales y de salones de clase reales. Y los niños reales, después de todo, no leen sílabas sino palabras; y las palabras, aun las palabras impresas, tienen la propiedad de la voz; y las voces no existen en el vacío, sino en clases sociales claramente indicadas.
¿Por medio de qué proceso se unieron José y su texto escolar? ¿Este proceso es parte de su problema de lectura? ¿Quién le pide que lea el libro? Alguien se lo pide.
¿Con qué voz y con qué propósito, y con qué interés o falta de interés por el resultado? Y ¿quién escribió el libro? ¿para quién lo escribieron? ¿Fue escrito para José? ¿puede José, en realidad, participar de la vida que parece ofrecer el libro?
¿y qué hay acerca del fracaso para leer de José? No podemos detenernos ante el hecho de que queda en blanco. ¿Cómo lo hace? ¿Qué hace? Es imposible, después de todo, estar sentado allí, sin escuchar. Está sentado allí haciendo algo. ¿Está soñando despierto? Y si es así, ¿qué? Tales ensoñaciones, ¿son parte del problema de lectura de José? ¿Le preguntó el maestro en que estaba pensando? El no haberle preguntado, ¿Es parte del problema para leer de José?
La palabra impresa es una extensión de la palabra hablada. Leer es salir al mundo por medio de la palabra hablada. Leer es conversar. ¿Y si este mundo más grande es atemorizador e insultante?, ¿debemos o no incluir el temor y el insulto en el problema de lectura de José?
¿Existe en la mente una facultad dedicada a la percepción y al recuerdo del a b c? ¿o existe sólo una inteligencia, modificada por el placer, el dolor, la esperanza, etcétera? Obviamente, José tiene poca habilidad para leer pero, tal como lo indiqué, leer no es sólo un pequeño asunto de sílabas y palabras. Entonces, tampoco es un asunto pequeño la facilidad para leer. Ello incluye, también, sus relaciones típicas con los adultos, con otros niños y consigo mismo: porque está ferozmente dividido dentro de sí mismo y este conflicto está en el corazón de su problema de lectura.
El problema de lectura de José es José. O, dicho de otra manera, no existe algo así como el problema de lectura. José odia las escuelas, los libros y los maestros y, entre otros defectos – del mismo corte - , no puede leer. ¿Es esto un problema de lectura?
En suma, un problema de lectura no es un hecho de la vida, sino un hecho de la administración escolar. No describe a José, sino a la acción representada por la escuela: la de ignorarlo todo de José, excepto su respuesta a las letras impresas.
Hagamos algo obvio para variar y observemos a José. Esta pequeña ojeada a su conducta es lo que pudo haber visto un visitante durante los primeros meses de José en la First Street School.
Está parado en el zaguán, hablando con Vicente y Julio. Yo estoy sentado solo en el salón de clases, en una de las sillas de los estudiantes. Frente a mí hay un pedazo de papel y sobre él una frase de cinco palabras. Las palabras aparecen de nuevo debajo de la frase, en tres columnas, de modo que cada palabra está repetida varias veces. Ya que José llegó con nosotros con un problema de lectura, veamos qué relación podemos encontrar entre esas docenas de sílabas y la extraordinaria conducta que muestra.
Había estado hablando animadamente en el corredor. Ahora que se acerca a mí, su cara se contrae espasmódicamente y los grandes ademanes de sus brazos se reducen a casi nada. No hay nadie cerca de él y está en absoluta libertad de rechazar la clase; sin embargo, comienza a retorcerse de un lado a otro, como si alguien lo llevara del brazo. Se amarra lo pantalones, saca el labio superior y fija los ojos en el suelo. Su frente está hinchada y arrugada como la de un hombre que sufre un gran dolor físico. Sus ojos están vidriosos. Repentinamente, se estremece, levanta la cabeza y endereza los hombros. Pero sus ojos siguen vidriosos. Bosteza abructamente y se tira en la silla junto a mí, abierto de piernas y brazos. Ahora me mira y sonríe con su típica sonrisa, una fanfarronada afrentosa, sin enbargo, valiente y atractiva: “Está bien, hombre, empecemos”. Le señalo la frase y él la dice rápidamente, ya que su memoria no es mala y la recuerda con claridad del día anterior. Cuando le pido que lea las mismas palabras en las columnas de abajo, repite la frase con enojo y golpea las columnas con el dedo, porque no había leído la frase ni por asomo sino, simplemente, la había recordado. Se carcajea y se ruboriza. Ahora se pone alerta y se agacha sobre el papel, escudriñando sus claves: borrones, marcas de lápiz al azar, sus propios garabatos del día anterior. Me echa miradas sagaces, tratando de interpretar las diferentes expresiones de mi rostro. Trata de reconstruir en su mente la secuencia entera de la lección de ayer, a modo que las palabras escritas sirvan de clave para las habladas y al repetir las habladas parecerá que está leyendo. La energía intelectual – y el cacumen – que pone en esto sería más que suficiente para aprender a leer. Aquí vale la pena mencionar que cada vez que llega a la palabra escrita “Yo”,* cae en la confusión, aunque al conversar no experimenta tal dificultad.
Entonces, ¿Cuáles son los problemas de José? Uno de ellos, con seguridad, lo constituye el hecho de que no sabe leer. Pero este problema, evidentemente, es causado por otros problemas, más fundamentales; realmente su fracaso en la lectura no debe describirse como problema, sino como síntoma. Sólo con mirar a José vemos cuales son sus problemas: vergüenza, temor, resentimiento, rechazo de otros y de sí, angustia, desprecio de sí mismo y soledad. Ninguno de ellos fue causado por la dificultad de leer palabras impresas, un hecho muy evidente si recordamos aquí que José, cuando llegó a este país a la edad de siete años, podía leer en español y leía regularmente para su madre – que no sabe leer – las postales que recibían del padre que si sabe leer y que se quedó en Puerto Rico. Durante cinco años estuvo sentado en las clases de las escuelas públicas, volviendose literalmente más estúpido cada año. Había fracasado en todo – no sólo en leer – y lo habían cambiado de un lado a otro, con el fin de hacer lugar para otros niños que estaban más o menos condenados a seguirle los pasos.
Es obvio que no todos los problemas de José se originaron en la escuela. Pero, dada la intimidad y libertad en el ambiente de la First Street School, su conducta causada por la escuela era fácil de observar. Por ejemplo, no podía creer que cualquier cosa dicha en los libros o mencionada en las clases le pertenecía a él por derecho, o aun a todo el mundo, como los árboles y los postes de la luz que, sencillamente, pertenecen al mundo en que vivimos. Al contrario, creía que las cosas tratadas en la escuela pertenecían por alguna razón a la escuela o eran administradas por un omnipotente brazo burocrátrico. No había habido ningún indicio de que podía participar en ellas, sino más bien de que tendría que medirse por ellas y se quedaría sin nada. Tampoco creía tener derecho a la consideración personal, sino más bien sentía que si quería hablar a un compañero de clases o a un maestro, o quería levantarse y mover los brazos, o ir a orinar, debía hacerlo más o menos desafiando a la autoridad. Durante las primeras semanas en nuestra escuela fue beligerante en las cosas más inocuas. Fuera de la escuela había aprendido muchos juegos, como todos los niños, ignorante de que están en “el proceso de aprender”. Dentro de la escuela esta capacidad lo abandonaba. Tampoco se le había ocurrido jamás que se puede deliberadamente aprender algo, ya que nunca había presenciado las formas totales del aprendizaje. Lo que había visto era recitar, copiar, responder preguntas, hacer pruebas, y todo esto, infortunadamente, no aumenta la instrucción. Tampoco podía ver ninguna conexión entre la escuela y su vida en casa y en las calles. Si hubiera oído a nuestros educadores liberales confesar virilmente: “Nosotros no hemos podido llegar completamente a ellos”, habría respingado, con vergüenza y enojo, ante esa pequeña dicotomía “nosotros/Ellos, porque había estado expuesto a ella en cien formas diferentes.
No podía decir que había sido enseñado para nada, sino más bien que durante cinco años había sido adoctrinado en el desprecio de las personas, ya que el desprecio de las personas fue el hecho supremo demostrado en las clases y se refería por igual a maestros, padres y niños. Para todos los usos prácticos, la incapacidad para aprender de José consistía precisamente en su conducta inducida por la escuela.
Se puede declarar axiomáticamente que el gasto principal de energía del escolar es su autodefensa contra el medio ambiente. Cuando esto culmina en deterioro del desarrollo – casi siempre sucede – no tiene objeto cambiar el rumbo y enseñar fonética. El medio ambiente en sí debe ser transformado.
Cuando me sentaba junto a José y observaba su lucha con las palabras impresas, siempre me llamaba la atención el hecho de que tuviera tantas dificultades en verlas. Por informes médicos, sabía que su vista estaba bien. Era claro que sus dificultades físicas eran señal de un terrible conflicto. Por una parte, no quería ver las palabras, no quería fijar los ojos en ellas, inclinar la cabeza y mantenerla en su lugar. Por otra parte, quería volver a aprender a leer y se esforzaba para realizar esta acción. El conflicto era visible. Era una barrera de vidrio ahumado la que se había interpuesto entre él y las palabras: movía la cabeza de aquí para allá, bizqueaba, dilataba los ojos, pasaba su mano por la frente. Naturalmente, la barrera consistía en las emociones crónicas ya mencionadas: Resentimiento, vergüenza, desprecio por si mismo. Pero, ¿Cómo se quita esta barrera? Es claro que no puede hacerse en un rinconcito de la vida de un niño en la escuela. Debe hacerse a través de su vida en la escuela. Estas emociones tampoco pueden quitarse como si fueran quistes, tumores o astillas. El resentimiento sólo puede ceder fortaleciendo el desarrollo de la confianza y multiplicando los factores de satisfacción; al igual, la vergüenza no desaparecerá a menos que exista el respeto por sí mismo. Tampoco se irá la turbasión demostrándole al niño que no hay motivo para ello: Debe reemplazarse por la confianza y una consideración más generosa para otras personas. Es inútil decir que cuando tienen lugar tales transformaciones la capacidad para aprender del niño, al igual que su capacidad para jugar y relacionarse positivamente con sus compañeros de edad y mayores, aumentará en forma espectacular. ¿Qué condiciones de la vida en la escuela pueden apoyar estos cambios tan deseables? Obviamente, no se pueden enseñar. Ni tampoco mejores métodos de instrucción o libros de textos mejores llevarán a ellos.
Cuando, después de diez minutos de una clase de lectura, José me decía que quería ir al gimnacio y yo contestaba: “está bien”, en su alma se iniciaba una pequeña revolución. Esto significaba - ¿O no? – que el maestro lo tomaba en serio como persona. ¡El maestro accedía a sus deseos! Fue más fácil para José tomarse en serio como persona. Y cuando injuriaba, golpeaba y peleaba con sus compañeros de clase y los maestros sólo respondían con sus propias emociones, ni siquiera con castigo formal, desmerecimientos, encierro, etcétera, ¿No significaba esto que lo enfrentaban precisamente como era y que con el fin de darles la cara no tenía que, primero, suprimirlo todo, menos su buena conducta? Podía tenerse sobre sus propios pies; ellos podían tenerse sobre los suyos. Disminuyeron su angustia, su resentimiento y su confusión.
Los cambios graduales en el temperamento de José provinieron del total de nuestra vida en la escuela, no de minúsculos programas especiales designados expresamente para problemas académicos de José. Y la característica no menos importante de esta vida – (Posiblemente haya sido la más importante) – fue el efecto de los demás niños sobre él. Quiero decir que cuando los adultos dejan el campo libre para que los niños puedan desarrollar entre ellos las riquezas de sus relaciones naturales, su efecto mutuo es positivamente curativo. Las oportunidades de que los niños lo hagan son desalentadoramente raras. Su vida escolar está dominada por los adultos y después de la escuela no hay adónde ir. Las calles están dominadas por los adultos y, a veces, por una violencia juvenil que en sí es expresión de angustia.
Al escribir esto no puedo sino comparar las calles de nuestras ciudades con mi propio ambiente de cuando era niño, en los pequeños suburbios de Pittsburgh cuando la Depresión. Alrededor de nosotros había bosques, campos y lotes baldíos. Y los progenitores norteamericanos no se preocupaban tanto por sus hijos… o por ellos mismos. Cuando salíamos de la escuela, y también sábados y domingos, nuestros padres rara vez sabían dónde estábamos. Hablo de los ocho, nueve y diez años. Vagábamos en pequeñas pandillas o jugábamos en los bosques, los caminos, los campos. Excepto a las horas de la comida, no estábamos obligados a acomodarnos a los deseos de los adultos. En el Nueva York de hoy y el mundo de hoy – con sus angustias, sus plagas de funcionarios públicos y círculos oficiales, sus carreras de ratas por una profesión, su maldición de la política que lo invade todo, que seduce aun a mentes nteligentes a observar abstracciones cmo si fueran cosas concretas – la vida de un niño es verdaderamente difícil.
Quizá la única cosa muy importante que ofrecimos a los niños en la First Street School fueron horas y horas de juego sin supervisión. Al decir sin supervisión quiero decir que los maestros no tomábamos parte en nada, sino que estábamos a un lado y guardábamos los suéteres. No éramos árbitros, ni cortes de última instancia. Realmente, en varias ocasiones, con los muchachos mayores, impedí la violencia sólo con salir del gimnacio. Tomábamos medidas de seguridad en caso de que pudiera haber daños y procurábamos mantener a la gente fuera. Era un lujo que estos niños rara vez habían experimentado
Me gustaría volver más tarde a este tema y decir en detalle por qué y cómo los niños, al dejarlos con sus propios recursos, tienen un efecto positivo curativo mutuo. Esta es la clase de declaración que muchos profesionales consideran con desdén y califican de romántica, como para decir que la esfera del mundo cabalga sobre la tortuga de sus propias carreras. Sim embargo, muchos maestros y padres reconocerán en tal afirmación uno de los más bellos y significativos hechos de la vida. ¿Sería posible el crecimiento – realmente existiría el mundo - si lo que reciben los niños estuviera restringido a las cosas que deliberadamente les ofrecen los adultos? Piénsese también cuán estremecedor sería si nosotros los adultos, durante dos minutos, pudieramos volver a experimentar los poderes de la mente, la concentración, la memoria, la energía para particularizar – sin hablar del entusiasmo físico – que poseíamos a los diez años. Seguramente, no sobreviviría nuestra vanidad en relación con los jóvenes.

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