miércoles, 6 de octubre de 2010

TEOCALTICHE.

MIERCOLES 5 DE OCTUBRE DE 2010.

Teocaltiche, Jalisco –

Rincón de Jalisco, solitario lugar dónde habitan miles de sueños, antigua ciudad de anhelados desarrollos, cuna de pensadores y escritores como Don Victoriano Salado Álvarez; autor de “La Batalla de Pavía” y “Un Canónigo Cumplido”, cuentos que fueron escritos en 1895, de donde conviene destacar que entre la conclusión de un cuento y otro hay una diferencia de apenas 5 días: “La Batalla de Pavía”, está fechado el 15 de abril de 1895 y “Un Canónigo Cumplido”, el 20 de abril del mismo año. Ambas narraciones fueron recogidas por su autor en De autos, colección de cuentos publicada en Guadalajara en 1901.

La célebre batalla de Pavía, del año 1525, entre las fuerzas de Carlos I de España y V de Alemania y las de Francisco I de Francia, en la que este último fue hecho prisionero, sirve a Salado Álvarez para dar título a su cuento “La Batalla de Pavía”. Con un lenguaje rico, matizado y un humor empleado con mesura, el cuento narra un caso judicial en el que un Señor de apellido Pavía hace su declaración aceptando los cargos que se le imputan.

Esta es, señor, la relación de mi batalla, de la batalla de Pavía, en la cual, como el Rey Francisco, quedé prisionero; pero en la cual, a diferencia del vencedor de Marignan, perdí hasta el honor.

En un Canónigo Cumplido, el narrador (Manolito) habla de otro personaje (Don Pablo González) que, a su vez, se refiere a un tercero (Don José Domingo Cumplido), quien es el verdadero protagonista de la historia: El Canónigo cumplido. No es un cuento de mucha peripecia, el asunto – tomado, según lo manifiesta el propio autor, del escritor Laguense Agustín Rivera – tampoco tiene nada de extraordinario; pero está tan bien escrito – se trata de un verdadero ejercicio de estilo - , con tal gracia, que es casi imposible no reconocer en esta pequeña pieza de juventud muchas de las características y virtudes literarias del Salado Álvarez mayor. En “Un Canónigo Cumplido”, por ejemplo, se advierte ya el gusto del autor por “representar y poner al vivo épocas y costumbres de otros tiempos, tipos y caracteres que han desaparecido o van desapareciendo entre nosotros”, como bien lo apunta José López Portillo y Rojas.

UN CANÓNIGO CUMPLIDO.

UN GRAN AUTOR JALISCIENSE, HACE YA MUCHOS AÑOS QUE ESCRIBIÓ EL SIGUIENTE ENSAYO LITERARIO, POR SU BELLEZA, ESTILO Y SIGNIFICADO, LO TRANSCRIBO PARA TODOS AQUELLOS A QUIENES LES ENCANTE LA BUENA LECTURA. ¡AHORA A LEERLO! - ÁNIMO...

“UN CANÓNIGO CUMPLIDO” *

Si yo fuera novelista o me preciara de ello, cogería por los cabellos la oportunidad que se me brinda y pintaría a mi tío Don Pablo González (q. d. D. g.) como la exhumación de una figura de edades pasadas, como un abate versallés perfumado y correcto, decidor de madrigales y amigo de bellas, sin que faltara cierto afán suyo innato que lo hiciera propender a alabar y echar de menos los minuetos y las pavanas, las pompas y las tonistas de su época. Describiría, como parece de rigor, la faz risueña y rubicunda de mi colateral, sus cabellos blancos y bien peinados, sus levitas de corte antiguo, sus relojes con múltiples sellos, y naturalmente no dejaría en el tintero la caña de indias de puño áureo y la caja de polvos con amorcillos y ninfas a lo Wateau esmaltados en la tapa.

Pero si tal hiciera falsearía de la manera más descarada los datos de la historia, temería escarnecer la verdad (por la cual murió Cristo, nuestro bien) y hasta viviría un si es, no es, alarmado por los cargos que me hiciera la sombra del difunto.

No, lo diré en descargo de mi conciencia; mi tío no tuvo jamás pujos de culto, ni de majo, ni de pulido; fue austera y sencillamente, un hombre leído, despierto, de buen ingenio, gran conversacionista y dotado de una memoria tan feliz que a cultivarla habría echado la zancadilla a los Mezzofantis y los Inaudis.

Para él particularidades biográficas, fechas de acontecimientos públicos y domésticos, noticias de los libros que había leído eran asunto de coser y cantar.

Cuantos lo conocíamos lo interpelábamos para hacerlo caer en un latín mal continuado, pero él con la misma precisión nos refería el conato de fusilamiento de Brambila y los amores del Gral. Inclán, que el año y día en que echo los dientes su primer hijo; la llegada del Dr. Antomarchi y su recepción en Guadalajara, que los pronombres de la agonía de cualquier personaje obscuro en tiempo de no sé qué epidemia.

Era de vérsele cuando alzando su chaqueta, dejando a un lado el bastón y limpiando el sudor con el ancho paliacate tomaba la palabra para referir cuentos de vivos y muertos; entonces era cosa de poner tablados para oírlo y no perder una palabra de su charla jugosa y agradable.

Una noche, puestos a conversar a la luz de la luna en el ancho zaguán de la casona que ocupaba desde tiempo inmemorial, sentados en sendos equípales de cuero oí de su boca lo siguiente, que traslado aquí con mi frase incolora y opaca por no recordar los matices de la suya delicados y llenos de intensión.

- En esta época – dijo don Pablo – no hay nada que llame la atención: los vestidos, las viandas, los sucesos mismos de la vida son monótonos, acompasados sin gracia, sin interés, siempre los mismos. La libertad y la igualdad que tanto cacarearon los liberales han producido el resultado de convertir el mundo todo en un erial en que los cedros del Líbano han cedido su lugar al hisopo rastrero.
(Esto del erial no estoy seguro que pertenezca a mi tío; pero al fin de algo ha de servir el hablar desde la trípode en que ahora oficio.)

- ¡Qué diferencia, Manolito, qué diferencia de estos tiempos con los míos!
- Entonces si había mozos ricos y guapos, y bien educados y de arrestos-
- A ver, contéstame, ¿has visto alguien que por lo decidor o por lo rumboso o por lo excéntrico se parezca a los hombres aquellos?
- No los hay, no se ven ya por más que los busques; y si no dame figura como la de don José Domingo Cumplido, Doctor en Teología de esta Real y Pontificia Universidad, que por su buena crianza y por su amor a las fórmulas mereció ser llamado la nata de la cortesía y la flor de las bien criadas ceremonias.

Y aquí quisiera coger al pecador que con tan poco temor de Dios ha extendido la falsa creencia de que los apellidos son como antífrasis de las cualidades del individuo que los lleva, pues no ha habido quizás nada mejor aplicado que el patronímico de Cumplido a aquella lumbrera de la iglesia de esta Reina, perla o Sultana de Occidente, que con todos estos motes llaman a mi tierra los periódicos y papeles públicos.

- ¡Qué amor a las fórmulas el suyo, qué afán de contentar a todo el mundo, qué deseo de que nadie la emulara en caravanas e inclinaciones de cabeza!

El marido de doña Rodríguez, aquel escudero a quien mato su buena crianza, era junto de don José Domingo un patán rústico y mal mirado.

Visita del señor capitular jamás pasaba de un cuarto de hora, hablaba por monosílabos y trataba a todo mundo con una decorosa afabilidad que se apartaba a leguas de la grosera llaneza y se confundía con las usanzas ceremoniosas de las cortes de los Austrias, en que estaban previstos hasta los movimientos más ligeros.

Tenía mi hombre un hermano que era la antítesis de aquél. Vestía a lo poeta, negligente y pintorescamente, solía reír y frecuentar el trato de las gentes y en algunas ocasiones hasta se permitía chanzonetas y bromas con los que lo rodeaban.

El señor Canónigo, a quien el cielo había concedido algo más que un mediano pasar, vestía siempre hopalanda holgada de seda, a guisa de sotana, y en la cabeza llevaba capelo y borla verdes, pues era Doctor en Filosofía y Teología.

Era Don José Domingo, conservador a macho y martillo, discípulo de los Tirados y los Monteagudos, mientras su hermano, que picaba más alto en materias políticas, se inclinaba al liberalismo; si bien no defendía esa libertad clerofóbica y sesquipedal que ahora se estila.

Todas estas noticias vienen sólo para referirte que el señor Cumplido no abandonaba ni aun el trato doméstico aquella su tirantez distintiva-

Cuando don Juan Nepomuceno, que andaba metido en el ajo gubernamental, regía los destinos del Estado (que dicen los gacetilleros) ocupaba en el coche de su Señoría el lado derecho, mientras su hermano llevaba el izquierdo; al paso que cuando el seglar no se encontraba colocado en puesto tan prominente pasaba a la siniestra de su ceremonioso hermano.

Recuerdo muy bien haber visto ese coche, un cupé forrado de azul y sembrado de estrellas plateadas; por lo cual, como en aquel tiempo muchos eclesiásticos y aun ancianos seglares acostumbraban aplicar a los casos comunes de la vida textos de la Sagrada Escritura, (contra la prohibición expresa del Concilio de Trento) el Dr. Sierra, Rector de la Universidad, dijo al ver pasar al señor Cumplido: stellato sedet solio.

En una ocasión presidía el canónigo unos ejercicios en el clerical; y mientras duraron las piadosas tareas nunca un corrigendo se atrevió a alzar la voz sobre la de un cura, ni un criado sobre la de un ordenado in sacris, pues para reprimir tales demasías estaba el señor Cumplido-

Un día, mientras tomaban los ejercitantes su modesta colación, se sintió un terremoto que apenas ha tenido semejante entre nosotros.

Todos, chicos y grandes, buenos y malos, se aprestaron a salir de aquel lugar que no reputaban seguro; pero allí estaba para impedirlo el director de aquellas faenas espirituales, que colocándose en la puerta gritó con voz tonante: “Por categorías, señores, por categorías” y permitió abandonar el local primero a los curas, después a los ministros, luego a los ordenados, tras ellos a los corrigendos y al último a los criados.

Aquel gran cultivador de las fórmulas sociales tuvo el fin que cuadraba a un hombre de su calaña. Así como se reputa gloriosa la muerte del General que en el campo de combate exhala el último aliento, así debe juzgarse digno y honroso para un émulo del barón de Andilla perecer por las consecuencias de un Cumplido.

En el Seminario se celebraba la clausura de cada curso de Filosofía con una fiesta a la par académica y religiosa.

En el año de 1848 remataron su curso de artes el Lic. Don Ignacio L. Vallarta, que obtuvo el primer lugar, el Lic. Don Emeterio Robles Gil, el Doctor don Antonio Arias, el Doctor don Germán Villalvazo y don Jesús González Ortega, el futuro vencedor de Calpulalpan, que fue el undécimo en categoría entre sus condiscípulos, por lo cual le toco el grado de primer rector.

Como para corresponder a la fama de aquel curso, formado de jóvenes muy inteligentes y avispados que habían de ser después hombres eminentes en varias disciplinas, se designó para que llevara la voz, el famoso padre carmelita Fray Manuel de San Crisóstomo Nájera.

Dadas su facilidad de palabra, su portentosa erudición y su inteligencia privilegiada, el Padre Nájera encontró propicia la oportunidad aquella para pronunciar una oración que por la riqueza de sus imágenes, por la galanura de su estilo y por la belleza de la dicción dejó a todos boquiabiertos. Trataba nada menos ese discurso que de exponer todos los sistemas filosóficos que se han excogitado de los griegos acá para explicar lo inexplicable.

Alguien, sin embargo, no celebró tan calurosamente aquella pieza oratoria y fue el canónigo Cumplido, gastrónomo de fama, anciano habituado a un régimen severísimo y que en ese día no probo alimento hasta las dos de la tarde; resultado de lo cual fue una enfermedad que le costó la vida en abril del año de gracia de 1849.

Pudo muy bien don José Domingo dejar de asistir a la fiesta.

¿Más acaso iba a faltar sin aviso? Ni por pienso. ¿Iba a interrumpir la solemnidad por aquella exigencia de su estómago inurbano? No en sus días. ¿Iba, en fin, a salirse sin avisar a nadie? Primero hubieran sobrevenido todas las calamidades del mundo.

Por lo cual y a falta de otro arbitrio se resolvió a oír aquel sermón que debe haberle sabido a rejalgar ya que más tarde le trajo la muerte.

• Los datos que contiene este escrito los debo a mi respetable
Amigo el sabio historiador don Agustín Rivera.

Tomado del libro:
20 cuentos de literatos jaliscienses – 1895.
Editorial hexágono – 5 octubre 1990.

Transcribí, Lic. Adolfo Zúñiga García
26, 27 de febrero 2007.

LA BATALLA DE PAVÍA.

A QUIENES LES GUSTE LEER... ESPERO LES GUSTE EL SIGUIENTE RELATO DE UNA GRAN BATALLA. LA BATALLA DE PAVÍA...

La Batalla de Pavía
(Confesión del inculpado)

A Manuel Caballero

Me hallaba por fin en un juzgado de lo criminal, sitio semejante al en que habían pasado tantas y tantas torturas las criaturas de Gaboriau y de Bélot e iba a ser interrogado a propósito de aquel suceso tan trascendental e importante y que tanto papel había de desempeñar en mi vida.

Era el juzgado vasta pieza enladrillada a trechos y a trechos mostrando la tierra apisonada por la presión de muchos pies humanos. Dos o tres mesas con carpetas de hule roñoso, un estante que delataba respetabilísima antigüedad y hasta doce sillas de diferentes tipos y modelos (éstas lo mejor de la casa, porque los presos se rehusaban a ocuparlas por no sentarse en sus causas) y que estaban casi en su totalidad de un pie cojas y de los otros no muy sanas, componían el mueblaje de aquella oficina en que la austera Themis disponía a su guisa de la honra y de la libertad de las personas.

Amontonadas en un rincón, en una variedad que habría hecho las delicias de cualquier coleccionista, se hallaban objetos de todas clases: sillas de montar de las que solo se ven en poder de caporales y hacedores de hacienda, frazadas de todos colores, petacas y baúles de viaje, retratos de caballeros de peluquín y casacón, vasijas, embudos, herramientas de todos los oficios, chapas cubiertas de herrumbre que parecían arrancadas a las puertas de una iglesia española del siglo XIV, libros truncos de ediciones raras; y junto a esas cosas de uso común, las vergonzantes, las que sirvieron para la perpetración de delitos: ganzúas, ganchos, boxes, rifles de diversos calibres en que podrían haberse estudiado los progresos del arte de la guerra desde la conquista acá y sobre todo armas blancas: cuchillos de carnicero de ancha hoja y grasiento puño de asta, puntas de espada con correa, para colgarse del cuello a manera de escapulario o amuleto bendito, cuchillos de zapatero de punta buida, pacíficos cuchillos de mesa de punta roma, dagas traicioneras, verduguillos que no dejan en la piel huella de su entrada, machetes surianos que al caer rompen los huesos y hacen brotar raudales de sangre, navajas de estuche para hombres previsores, leznas, formones, escoplos, todo, en fin, se hallaba allí y hacía pensar en aquellos diálogos de las cosas inanimadas que han supuesto Víctor Hugo y los poetas de su escuela.

Cuatro personas formaban lo que en jerga curialesca se apellida la oficina; pero de ellas quien más sobresalía era un viejo de edad más cercana a los setenta que a los cincuenta, alto de cuerpo, trigueño de rostro, de ojuelos verdes y pequeños que semejaban peladas uvas, de bigote formado de agudas púas que la nicotina había tornado de blancas en amarillentas y de traje correspondiente a la moda de hace veinte años. Fumaba un puro recortado y hacía cabalgar sobre su episcopal nariz un par de lentes con cerco de acero. Pero lo que imprimía a aquel hombre su sello especial era una calva reluciente como espejo, en que cabrilleaba la luz como en las aguas movedizas, tersa como peladilla de arroyo, amojamada como si tuviera la piel curtida de un animal y no la de su dueño.

- Uno de esos filósofos modernos que se jactan de adivinar por las prominencias craneanas las inclinaciones del individuo, habría podido estudiar aquella cabeza como un chiquillo de escuela en un cartel de letras gordas y habría visto que el licenciado don Juan Cortés de Lara (así se llamaba el juez) era la personificación del viejo Javert, de los miserables.
Al verme llegar el licenciado Cortés dijo dirigiéndose a un chico que andaba por allí y que a la cuenta era su secretario:

“Compañero, me hace favor del proceso de Pavía” y a continuación el interpelado presentó un mamotreto que abultaba poco; pero que no tardaría en crecer por aluvión tanto como los otros de sobada carátula que andaban por allí.

- Se amonesta a usted; dijo el golilla dirigiéndose a mí, para que se conduzca con verdad en lo que supiere y fuere preguntado.
- ¿Cómo se llama Usted?
- Ignacio Pavía.
- ¿Casado?
- Soltero.
- ¿Cuántos años?
- Treinta y tres.
- ¿Qué oficio?
- Propietario.
- ¿Dónde nació usted?
- En…
Pero el nombre de mi pueblo no lo pondré aquí; bastante famoso han hecho a aquél sus ferias, sus torres y las peregrinaciones de los fieles para adorar la imagen taumaturga, patrona nuestra, para que haya necesidad de mostrar el hilo de este ovillo.
Rodean a mi ciudad natal, que se halla en una pequeña colina, áridos y polvosos callejones (así se llama por allá a esas extensiones inmensas de terreno) en que se pierde la vista sin topar con árboles ni con eminencias. He leído no se donde que el paisaje influye tanto sobre el sujeto, que solo se comprende la figura de don Quijote viendo las llanuras de la mancha, caldeadas por un sol capaz de derretir los sesos del más pintado y de causar oftalmías al ojo de la Divina Providencia. Pues bien, nuestro carácter, el carácter de los habitantes de X – con esta consonante designaremos a mi tierra – no se comprende sino en aquellos campos yermos y agostados, en aquella vegetación ruin y para poco, en aquella población levitica y falta de brios que vive con los recursos de su pasado.
Antes de las revoluciones que han arruinado al país y de los ferrocarriles que le han dado vida, X era la población más floreciente de Jalisco.
Año por año llegaban cargamentos de efectos del extranjero, año por año y durante quince días se derrochaban el oro y la plata en transacciones y contratos y aquello tenía el aspecto de un mineral en bonanza.
¡Qué es el oir a los viejos hablar de la Calle de las mesas o del Vareo, en que se expendían géneros al por menor, de las partidas y de las onzas que en ellas rodaban; de las tiendas llenas de riquezas, de los toros que se jugaban en la plaza capacísima (hoy arruinada y con aspecto de romano coliseo) de los tumultos que los ratas de entonces promovían para escapar con lo ajeno, de los altos alquileres de tiendas y casas, de los peregrinos que dormían acampados en los cerros distantes, de las mañanitas de diciembre frescas y regocijadas, de los paramentos de la iglesia, de la riqueza de los capellanes, de todo lo antiguo en fin!

Hoy X con sus torres exquisitas, que la gente dice fueron fabricadas por mano de ángeles, con sus tiendas grandes como casas, sus casas como iglesias y sus iglesias como catedrales, es una población en que hay todo menos vida, en que se hace todo, menos habitar en ella.

Por razones de temperamento y de conveniencia debían mis paisanos inclinarse a defender las creencias conservadoras, y mi padre, juzgándose quizás un Simón de Monfort o un Godofredo de Bouillon, levantó a sus propias expensas un cuerpo de voluntarios formado con rancheros de sus haciendas de Rincón de los Moras, Ocotillo y Ciénega de abajo. Poco, sin embargo, le duró el placer, pues, al cabo de tres o cuatro meses de luchar, entregó el alma a Dios tras un albazo en que su gente se batió con singular bizarría.

Perseguidos mi madre y yo, sus únicos herederos, tuvimos que emigrar a una ciudad del Bajío famosa por su hortaliza y por sus inundaciones y en cuanto ya tuve edad bastante para ello di un paseo por Europa, donde pasé tres años. A mí vuelta, joven, huérfano, rico y aburrido pasaba los días en mi pueblo natal, esperando solo poder realizar mis propiedades para ausentarme definitivamente.

Cuando estas reminiscencias hacía sorprendió me la voz del magistrado, que me preguntó con solemnidad si sabía por que estaba preso.

Sí, señor juez, si sé por que estoy preso: se me acusa por los delitos de adulterio y rapto.
“¿Pormenores? No puedo dar sino los que usted conoce. Me enamoré de la señora de Fragoso, ella se enamoró de mí, la robé, fuimos aprehendidos y aquí estoy para ser juzgado.
“¿Qué cómo pasó el caso? Muy sencillamente. La señora de Fragoso, como tendrá usted ocasión de convencerse cuando la interrogue, es joven y hermosa; sus ojos semejan la estrella dentro de la cisterna, su talle es elegante y escultural (un amigo mío poeta lo comparó al ánfora en que fidias bebió el vino eterno de la belleza) su voz es dulce y bien timbrada.
En cambio su cónyuge es un empleadillo de corto sueldo, viejo, miserable, malhumorado, de cara avinagrada, indigno en todo de guardar esa presea.
“Cuando el matrimonio llego a X yo atravesaba uno de los periodos álgidos de mi aburrimiento crónico”.
“Mi cómplice, como usted la llama, creo que tampoco se divertía mucho. El camarín del santuario, la misa diaria, la plaza y las calles, escuetas de día y obscuras de noche no proporcionaban diversión bastante a aquella pecadora. Con decir a usted que en X no hay siquiera tertulia y mentidero en botica u otro local cualquiera, creo haber explicado cuan monótona se desliza allí la vida”.
“Nos conocimos como debíamos conocernos, dado que ella era la esposa del receptor de rentas y yo el primer contribuyente del departamento.
“No la enamoré refiriéndole sitios y batallas, historias de antropófagos o de hombres de dos cabezas, como Otelo a Desdemona; tampoco nos atrajo rivalidad alguna de nuestras familias, como a Romeo y Julieta; ni llegamos a leer juntos, como Francesa y Paolo, ningún libro de caballerías; fuimos el uno del otro porque así lo pedían el medio, las circunstancias, la ociosidad en que vivíamos, la confianza de que disfrutábamos”.
“Ella no amaba a su marido porque era bella y distinguida y él antipático y cursi; tampoco podía amar a cualquiera de mis paisanos porque ninguno – inclusive el juez de letras, el agente del Ministerio Público y el Director Político – era para llenar sus aspiraciones”.
“Tampoco a mi me convenían aquellas hembras linajudas, ayunas de sentido común, de entendimiento y de gracia. Empleando un símil matemático diré que no era aquel un problema indeterminado, que admitiera muchas resoluciones, sino uno determinadísimo al que convenía solo una respuesta”.
“Era esa una brillantísima ocasión, que me proponía no desperdiciar, para aplicarme al estudio del problema del adulterio, que siempre me ha preocupado mucho; pero ¡Ay! La perra afición de mi correo al drama, a lo extraordinario, a lo sentimental y el temperamento terriblemente vulgar del marido burlado, que no se valió del hierro ni del plomo para vengar su agravio, sino de los exhortos las requisitorias y las querellas judiciales, me tienen en la situación que usted ve”.
“Esta es, señor, la relación de mi batalla, de la batalla de Pavía, en la cual, como el Rey Francisco, quedé prisionero; pero en la cual, a diferencia del vencedor de Marignan, perdí hasta el honor”.

Al oír que había concluido, el licenciado Cortés de Lara dijo dirigiéndoseme:

- Puede usted comunicarse con quien le plazca y nombrar defensor.

- Y hablando al Secretario:

- Compañero, declaremos bien preso al señor Pavía.

Tomado del libro:
20 cuentos de literatos jaliscienses – 1895.
Editorial hexágono – 5 octubre 1990.