viernes, 15 de agosto de 2008

El medio es el mensaje.

El medio es el mensaje, evidentemente*
*En Olac Fuentes Molinar (comp.), crítica a la escuela. El reformismo radical en Estados Unidos, México, SEP/El Caballito, 1985, pp. 107-115. [publicado originalmenteen Neil Postman y Charles Weinggartner, Teaching as a subversive activity, Dell Publishing Co., 1969. N. Del ed.]
Consideremos, como un primer caso, la noción de que una lección está compuesta de dos factores: Contenido y Método. El contenido puede ser trivial o importante, pero siempre se ha considerado como la “esencia” de la lección; es lo que los estudiantes van a “adquirir”; es lo que supuestamente van a aprender; es lo que se “cubre”.
Cualquier libro de texto muestra que el contenido existe independientemente – y antes – del estudiante y que no depende del medio que lo “trasmite”. Por otra parte. El método es simplemente la forma en que se presenta el contenido. El método puede ser imaginativo o aburrido, pero nunca es otra cosa que el medio para trasmitir el contenido. No posee un contenido propio. Si bien puede producir estímulo o aburrimiento, no lleva consigo ningún contenido, por lo menos no del tipo del que se habla en las juntas universitarias.
Conforme a lo que sabemos, todas las escuelas de educación y las instituciones que preparan a los maestros en Estados Unidos están organizadas bajo la idea de que el contenido y el método están separados en la forma que hemos descrito anteriormente. Quizá el mensaje más importante que se trasmite a los maestros que se están preparando es que esta separación es real, útil y prioritaria y que debe ser conservada en las escuelas. Un mensaje complementario indica que además de que el “contenido” y el “método” están separados, no son iguales.
Todo el mundo sabe que los cursos “verdaderos” son los de contenido, del tipo que James Bryant Conant prefiere: La herencia de Grecia y de Roma, Cálculo, Drama, Isabelino, La Guerra Civil. Los cursos “de relleno” son los de método, esas invenciones de irrelevancias que son universalmente ridiculizadas debido a que su mayor ambición es instruir sobre cómo hacer planes de enseñanza, cuándo usar un proyector y por qué es deseable mantener una temperatura agradable en el salón de clases. (los educadores tienen lo que merecen con esto. Como se han cnformado con una definición trivial de “método”, lo que han podido hacer en sus cursos ha oscilado desde lo lamentable hasta lo escandalizante. Los profesores de humanidades hasta ahora han podido evadir la censura y el ridículo que se merecen al no haberse dado cuenta de que una “disciplina” o un “tema” son formas de conocer algo – en ciertas palabras, un método – y que, por consiguiente, sus cursos son de método.)
“El medio es el mensaje” implica que la invención de la dicotomía entre contenido y método es no sólo ingenua sino peligrosa. Implica que el contenido central de cualquier experiencia de aprendizaje es el proceso a través del cual se aprende. Casi cualquier padre sensato sabe esto, como también lo sabe cualquier sargento eficiente. Lo que cuenta no es lo que se dice a la gente, sino lo que se pone a hacer. Si la mayoría de los maestros no han comprendido esta idea, no es por falta de evidencia. Su error consiste en no haber mirado hacia donde se puede encontrar la evidencia. Para poder comprender qué tipo de comportamiento promueve la escuela, uno debe acostumbrarse a observar qué hacen realmente en ellas los estudiantes. Lo que los estudiantes hacen en los salones es lo que aprenden (Como diría Dewey) y lo que aprenden a hacer es el mensaje de la clase (Como diría Mcluhan). Ahora bien, ¿Qué hacen los estudiantes en el salón de clase? Bueno, por lo general, sentarse a escuchar al maestro. Básicamente, se les exige que crean en las autoridades o, por lo menos, que lo finjan cuando presentan exámenes. Casi siempre se les pide que recuerden. Casi nunca se les exige que hagan observaciones, formulen definiciones o desarrollen cualquier operación intelectual que vaya más allá de la repetición de lo que otra persona dice que es verdadero. Raramente se les motiva a formular pregruntas sustanciales, aunque si se les permite que hagan preguntas sobre detalles administrativos y técnicos. (¿Qué tan largo debe ser el ensayo? ¿Cuenta la ortografía? ¿Cuándo se debe entregar el trabajo?) son casi enexistentes las ocasiones en que los estudiantes juegan un papel en la determinación de los problemas que valen la pena de ser estudiados o de cuáles procedimientos de investigación deben seguirse. Examinen los tipos de preguntas que los maestros hacen en las aulas y encontrarán que casi todas son lo que técnicamente podría llamarse “preguntas convergentes”, pero que sencillamente se podrían denominar preguntas de “adivina en lo que estoy pensando”.
He aquí algunas que son familiares:
• ¿Qué es sustantivo?
• ¿Cuáles fueron las tres causas de la guerra civil?
• ¿Cuál es el río principal de Uruguay?
• ¿Cuál es la definición de una cláusula no restrictiva?
• ¿Cuál es el verdadero mensaje de este poema?
• ¿Cuántos grupos de cromosomas tienen los seres humanos?
• ¿Por qué traicionó Bruto a César?
Así, lo que los estudiantes realmente hacen en clase es adivinar lo que el maestro quiere que digan. Constantemente tienen que dar “la respuesta correcta”. No importa si la materia es inglés o historia o ciencias; en general, los estudiantes hacen lo mismo. Y como se reconoce indiscutiblemente (sino públicamente) que el “contenido” ostensible de tales cursos rara vez se recuerda más allá del último examen (en donde se le pide a uno que recuerde solamente un 65% de lo que se nos ha dicho), podemos decir con toda seguridad que la única cosa que aprendemos en las aulas es aquella que se comunica o trasmite por medio de la estructura de la clase misma. ¿Cuáles son estas enseñanzas? ¿Qué son estos mensajes? Aquí incluímos algunos de entre varios; ninguno se encontrará enlistado oficialmente entre los objetivos de los maestros:
• En relación con las ideas, es preferible la aceptación pasiva a la crítica activa.
• Descubrir el conocimiento está más allá de la capacidad de los estudiantes y no es, en caso alguno, asunto de ellos.
• La memoria es la forma más alta del logro intelectual y una colección de “hechos” no relacionados entre sí es el objetivo de la educación.
• La voz de la autoridad es más valiosa y confiable que el juicio independiente.
• Las ideas propias y las de los compañeros de clase no tienen ninguna importancia.
• Los sentimientos son irrelevantes en la educación.
• Siempre hay una única y no ambigua “respuesta correcta” a una pregunta.
• El inglés no es historia y la historia no es ciencias y las ciencias no son arte y el arte no es música y el arte y la música son materias menores que el inglés, la historia y la ciencia, que son materias superiores, y una materia es algo que uno “toma” y cuando se la ha tomado uno ya la tiene y si se la ha tenido, uno es inmune y no necesita volverla a llevar. (Teoría educativa de la vacunación.)
Cada una de estas enseñanzas se expresa en comportamientos específicos que se exhiben constantemente en nuestra cultura. Por ejemplo, tomemos el mensaje de que la memoria – particularmente el recuerdo de hechos sueltos – es la forma más alta del logro intelectual. Esta creencia explica la enorme popularidad de los concursos de preguntas y la admiración genuina que reciben aquellos competidores que en 30 segundos pueden nombrar las salas de conciertos donde se tocó por primera vez cada una de las sinfonías de Beethoven. ¿De qué otra forma se puede explicar el enorme deleite que experimentan aquellos que juegan “trivia”? – Juego de mesa muy popular en Estados Unidos - ¿Existe alguien más apreciado entre los hombres que aquel que puede resolver una discusión de beisbol identificando, sin equivocarse, al líder de carreras empujadas de la Liga Nacional en 1943 (Bill “Swish” Nicholson.)
Lo que todos nosotros hemos aprendido – (Y qué difícil es olvidarlo), es que no es importante que nuestras respuestas satisfagan las exigencias de la pregunta (o de la realidad), sino que satisfagan las demandas del ambiente del salón de clase. El maestro pregunta. El estudiante responde. ¿Alguna vez han oído hablar de un estudiante que haya respondido a la pregunta siguiente?: ¿Alguien sabe la respuesta a esta pregunta? O que haya expresado: “No entiendo lo que tendría que hacer para encontrar una respuesta” o “Ya se me ha hecho esta pregunta con anterioridad y, francamente, nunca he comprendido lo que significa”. Tal comportamiento tendría como resultado alguna forma de castigo y, desde luego, es evitado escrupulosamente, a excepción de los que “se pasan de listos”. Es así como los estudiantes no aprenden a valorar ese comportamiento. Reciben el mensaje. Pocos maestros expresan conscientemente tal mensaje. No forma parte del “contenido” del programa. Ningún maestro ha dicho jamás: “No valoren ni lo incierto ni lo provisional. No duden de las preguntas. Sobre todo, no piensen”. Se trasmite el mensaje queda, insidiosa, implacable y efectivamente por medio de la estructura del salón de clase, a través del papel del maestro, del papel del estudiante, las reglas de su juego verbal, de los derechos que se asignan, los acuerdos que norman la comunicación, las actividades que se admiran o censuran. En otras palabras, el medio es el mensaje.
¿Alguna vez han oído hablar de un estudiante tomando notas de lo que dice otro estudiante? Probablemente no. Porque la organización del salón de clase pone en evidencia que lo que los estudiantes dicen no es el “contenido” de la lección. Por lo tanto, no se incluirá en los exámenes. O sea, puede ser ignorado.
¿Alguna vez han escuchado hablar sobre un estudiante que tenga interés en saber cómo un autor de libros de texto ha llegado a sus conclusiones? Podemos anticipar que rara vez. La mayoría de los estudiantes no está consciente de que los libros de texto están escritos por seres humanos. Además, la estructura del salón de clase no sugiere que el proceso de cuestionamiento tenga importancia alguna.
¿Alguna vez han oído hablar de un estudiante que sugiera una definición más útil de algo que el maestro ya ha definido? O de un estudiante que preguntara: “¿De quién son esas afirmaciones?”, “¿Qué es un hecho?” o “¿Por qué estamos haciendo este trabajo?”.
Ahora bien, si uno reflexiona sobre el hecho de que casi todos los ambientes del aula están manejados de manera que este tipo de preguntas no se hagan, uno puede deprimirse. Consideren, por ejemplo, de dónde viene el “conocimiento”. No está ahí fortuitamente en un libro, esperando que alguna persona venga y lo “aprenda”. El conocimiento se produce en respuesta a las preguntas. Y un nuevo conocimiento es el resultado del cuestionamiento de nuevas preguntas; a menudo un nuevo cuestionamiento de las viejas preguntas. Aquí está el meollo del asunto: una vez que uno ha aprendido a hacer preguntas – preguntas relevantes, apropiadas y sustanciales – se ha aprendido a aprender y nadie puede evitar que uno siga aprendiendo lo que sea que uno desee o quiera conocer. Recordemos el proceso que caracteriza a los ambientes escolares: los estudiantes se encuentran restringidos solamente al proceso de memorización (parcial y temporal) de las respuestas de uno a las preguntas de otro. Resulta alarmante considerar las implicaciones de este hecho. La habilidad intelectual más importante que el hombre ha desarrollado – el arte y la ciencia de hacer preguntas – no se “enseña” en la escuela y, más aún, es bloqueada en la forma más devastadora posible: adaptando las condiciones y el ambiente para que el ejercicio de hacer preguntas significativas no sea valorado.
Es difícil pensar en escuelas que incluyan este tipo de ejercicio o que desarrollen métodos de cuestionamiento como parte de su curriculum. Pero aun si sabemos de unas cien que lo hicieran, habría pocas razones para celebrarlo, a menos que la enseñanza se organice de manera que los estudiantes puedan hacer preguntas y no sólo hablar de ello, leer o que se hable del tema. Hacer preguntas es una forma de comportamiento. Si uno no lo practica, no se aprende. Así de sencillo.
Si se leen los periódicos, se escucha con atención a la radio y se ve con cuidado la televisión, percibiríamos que nuestras vidas políticas y sociales están influídas considerablemente por personas cuyo comportamiento es precisamente el mismo que era exigido en las escuelas. No necesitamos documentarnos mucho para percibir la extensión del dogmatismo y la timidez intelectual del miedo al cambio, que tienen su origen en la falta de habilidad para hacer preguntas novedosas y esenciales y en la incapacidad de trabajar inteligentemente para obtener respuestas verificables.
El mejor ejemplo que hay sobre este punto puede verse en el hecho de que quienes hacen las preguntas no encajan dentro de lo “establecido”. El precio que se paga por mantener la membresía dentro de lo establecido es la incuestionable aceptación de la autoridad.

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