miércoles, 6 de octubre de 2010

LA BATALLA DE PAVÍA.

A QUIENES LES GUSTE LEER... ESPERO LES GUSTE EL SIGUIENTE RELATO DE UNA GRAN BATALLA. LA BATALLA DE PAVÍA...

La Batalla de Pavía
(Confesión del inculpado)

A Manuel Caballero

Me hallaba por fin en un juzgado de lo criminal, sitio semejante al en que habían pasado tantas y tantas torturas las criaturas de Gaboriau y de Bélot e iba a ser interrogado a propósito de aquel suceso tan trascendental e importante y que tanto papel había de desempeñar en mi vida.

Era el juzgado vasta pieza enladrillada a trechos y a trechos mostrando la tierra apisonada por la presión de muchos pies humanos. Dos o tres mesas con carpetas de hule roñoso, un estante que delataba respetabilísima antigüedad y hasta doce sillas de diferentes tipos y modelos (éstas lo mejor de la casa, porque los presos se rehusaban a ocuparlas por no sentarse en sus causas) y que estaban casi en su totalidad de un pie cojas y de los otros no muy sanas, componían el mueblaje de aquella oficina en que la austera Themis disponía a su guisa de la honra y de la libertad de las personas.

Amontonadas en un rincón, en una variedad que habría hecho las delicias de cualquier coleccionista, se hallaban objetos de todas clases: sillas de montar de las que solo se ven en poder de caporales y hacedores de hacienda, frazadas de todos colores, petacas y baúles de viaje, retratos de caballeros de peluquín y casacón, vasijas, embudos, herramientas de todos los oficios, chapas cubiertas de herrumbre que parecían arrancadas a las puertas de una iglesia española del siglo XIV, libros truncos de ediciones raras; y junto a esas cosas de uso común, las vergonzantes, las que sirvieron para la perpetración de delitos: ganzúas, ganchos, boxes, rifles de diversos calibres en que podrían haberse estudiado los progresos del arte de la guerra desde la conquista acá y sobre todo armas blancas: cuchillos de carnicero de ancha hoja y grasiento puño de asta, puntas de espada con correa, para colgarse del cuello a manera de escapulario o amuleto bendito, cuchillos de zapatero de punta buida, pacíficos cuchillos de mesa de punta roma, dagas traicioneras, verduguillos que no dejan en la piel huella de su entrada, machetes surianos que al caer rompen los huesos y hacen brotar raudales de sangre, navajas de estuche para hombres previsores, leznas, formones, escoplos, todo, en fin, se hallaba allí y hacía pensar en aquellos diálogos de las cosas inanimadas que han supuesto Víctor Hugo y los poetas de su escuela.

Cuatro personas formaban lo que en jerga curialesca se apellida la oficina; pero de ellas quien más sobresalía era un viejo de edad más cercana a los setenta que a los cincuenta, alto de cuerpo, trigueño de rostro, de ojuelos verdes y pequeños que semejaban peladas uvas, de bigote formado de agudas púas que la nicotina había tornado de blancas en amarillentas y de traje correspondiente a la moda de hace veinte años. Fumaba un puro recortado y hacía cabalgar sobre su episcopal nariz un par de lentes con cerco de acero. Pero lo que imprimía a aquel hombre su sello especial era una calva reluciente como espejo, en que cabrilleaba la luz como en las aguas movedizas, tersa como peladilla de arroyo, amojamada como si tuviera la piel curtida de un animal y no la de su dueño.

- Uno de esos filósofos modernos que se jactan de adivinar por las prominencias craneanas las inclinaciones del individuo, habría podido estudiar aquella cabeza como un chiquillo de escuela en un cartel de letras gordas y habría visto que el licenciado don Juan Cortés de Lara (así se llamaba el juez) era la personificación del viejo Javert, de los miserables.
Al verme llegar el licenciado Cortés dijo dirigiéndose a un chico que andaba por allí y que a la cuenta era su secretario:

“Compañero, me hace favor del proceso de Pavía” y a continuación el interpelado presentó un mamotreto que abultaba poco; pero que no tardaría en crecer por aluvión tanto como los otros de sobada carátula que andaban por allí.

- Se amonesta a usted; dijo el golilla dirigiéndose a mí, para que se conduzca con verdad en lo que supiere y fuere preguntado.
- ¿Cómo se llama Usted?
- Ignacio Pavía.
- ¿Casado?
- Soltero.
- ¿Cuántos años?
- Treinta y tres.
- ¿Qué oficio?
- Propietario.
- ¿Dónde nació usted?
- En…
Pero el nombre de mi pueblo no lo pondré aquí; bastante famoso han hecho a aquél sus ferias, sus torres y las peregrinaciones de los fieles para adorar la imagen taumaturga, patrona nuestra, para que haya necesidad de mostrar el hilo de este ovillo.
Rodean a mi ciudad natal, que se halla en una pequeña colina, áridos y polvosos callejones (así se llama por allá a esas extensiones inmensas de terreno) en que se pierde la vista sin topar con árboles ni con eminencias. He leído no se donde que el paisaje influye tanto sobre el sujeto, que solo se comprende la figura de don Quijote viendo las llanuras de la mancha, caldeadas por un sol capaz de derretir los sesos del más pintado y de causar oftalmías al ojo de la Divina Providencia. Pues bien, nuestro carácter, el carácter de los habitantes de X – con esta consonante designaremos a mi tierra – no se comprende sino en aquellos campos yermos y agostados, en aquella vegetación ruin y para poco, en aquella población levitica y falta de brios que vive con los recursos de su pasado.
Antes de las revoluciones que han arruinado al país y de los ferrocarriles que le han dado vida, X era la población más floreciente de Jalisco.
Año por año llegaban cargamentos de efectos del extranjero, año por año y durante quince días se derrochaban el oro y la plata en transacciones y contratos y aquello tenía el aspecto de un mineral en bonanza.
¡Qué es el oir a los viejos hablar de la Calle de las mesas o del Vareo, en que se expendían géneros al por menor, de las partidas y de las onzas que en ellas rodaban; de las tiendas llenas de riquezas, de los toros que se jugaban en la plaza capacísima (hoy arruinada y con aspecto de romano coliseo) de los tumultos que los ratas de entonces promovían para escapar con lo ajeno, de los altos alquileres de tiendas y casas, de los peregrinos que dormían acampados en los cerros distantes, de las mañanitas de diciembre frescas y regocijadas, de los paramentos de la iglesia, de la riqueza de los capellanes, de todo lo antiguo en fin!

Hoy X con sus torres exquisitas, que la gente dice fueron fabricadas por mano de ángeles, con sus tiendas grandes como casas, sus casas como iglesias y sus iglesias como catedrales, es una población en que hay todo menos vida, en que se hace todo, menos habitar en ella.

Por razones de temperamento y de conveniencia debían mis paisanos inclinarse a defender las creencias conservadoras, y mi padre, juzgándose quizás un Simón de Monfort o un Godofredo de Bouillon, levantó a sus propias expensas un cuerpo de voluntarios formado con rancheros de sus haciendas de Rincón de los Moras, Ocotillo y Ciénega de abajo. Poco, sin embargo, le duró el placer, pues, al cabo de tres o cuatro meses de luchar, entregó el alma a Dios tras un albazo en que su gente se batió con singular bizarría.

Perseguidos mi madre y yo, sus únicos herederos, tuvimos que emigrar a una ciudad del Bajío famosa por su hortaliza y por sus inundaciones y en cuanto ya tuve edad bastante para ello di un paseo por Europa, donde pasé tres años. A mí vuelta, joven, huérfano, rico y aburrido pasaba los días en mi pueblo natal, esperando solo poder realizar mis propiedades para ausentarme definitivamente.

Cuando estas reminiscencias hacía sorprendió me la voz del magistrado, que me preguntó con solemnidad si sabía por que estaba preso.

Sí, señor juez, si sé por que estoy preso: se me acusa por los delitos de adulterio y rapto.
“¿Pormenores? No puedo dar sino los que usted conoce. Me enamoré de la señora de Fragoso, ella se enamoró de mí, la robé, fuimos aprehendidos y aquí estoy para ser juzgado.
“¿Qué cómo pasó el caso? Muy sencillamente. La señora de Fragoso, como tendrá usted ocasión de convencerse cuando la interrogue, es joven y hermosa; sus ojos semejan la estrella dentro de la cisterna, su talle es elegante y escultural (un amigo mío poeta lo comparó al ánfora en que fidias bebió el vino eterno de la belleza) su voz es dulce y bien timbrada.
En cambio su cónyuge es un empleadillo de corto sueldo, viejo, miserable, malhumorado, de cara avinagrada, indigno en todo de guardar esa presea.
“Cuando el matrimonio llego a X yo atravesaba uno de los periodos álgidos de mi aburrimiento crónico”.
“Mi cómplice, como usted la llama, creo que tampoco se divertía mucho. El camarín del santuario, la misa diaria, la plaza y las calles, escuetas de día y obscuras de noche no proporcionaban diversión bastante a aquella pecadora. Con decir a usted que en X no hay siquiera tertulia y mentidero en botica u otro local cualquiera, creo haber explicado cuan monótona se desliza allí la vida”.
“Nos conocimos como debíamos conocernos, dado que ella era la esposa del receptor de rentas y yo el primer contribuyente del departamento.
“No la enamoré refiriéndole sitios y batallas, historias de antropófagos o de hombres de dos cabezas, como Otelo a Desdemona; tampoco nos atrajo rivalidad alguna de nuestras familias, como a Romeo y Julieta; ni llegamos a leer juntos, como Francesa y Paolo, ningún libro de caballerías; fuimos el uno del otro porque así lo pedían el medio, las circunstancias, la ociosidad en que vivíamos, la confianza de que disfrutábamos”.
“Ella no amaba a su marido porque era bella y distinguida y él antipático y cursi; tampoco podía amar a cualquiera de mis paisanos porque ninguno – inclusive el juez de letras, el agente del Ministerio Público y el Director Político – era para llenar sus aspiraciones”.
“Tampoco a mi me convenían aquellas hembras linajudas, ayunas de sentido común, de entendimiento y de gracia. Empleando un símil matemático diré que no era aquel un problema indeterminado, que admitiera muchas resoluciones, sino uno determinadísimo al que convenía solo una respuesta”.
“Era esa una brillantísima ocasión, que me proponía no desperdiciar, para aplicarme al estudio del problema del adulterio, que siempre me ha preocupado mucho; pero ¡Ay! La perra afición de mi correo al drama, a lo extraordinario, a lo sentimental y el temperamento terriblemente vulgar del marido burlado, que no se valió del hierro ni del plomo para vengar su agravio, sino de los exhortos las requisitorias y las querellas judiciales, me tienen en la situación que usted ve”.
“Esta es, señor, la relación de mi batalla, de la batalla de Pavía, en la cual, como el Rey Francisco, quedé prisionero; pero en la cual, a diferencia del vencedor de Marignan, perdí hasta el honor”.

Al oír que había concluido, el licenciado Cortés de Lara dijo dirigiéndoseme:

- Puede usted comunicarse con quien le plazca y nombrar defensor.

- Y hablando al Secretario:

- Compañero, declaremos bien preso al señor Pavía.

Tomado del libro:
20 cuentos de literatos jaliscienses – 1895.
Editorial hexágono – 5 octubre 1990.

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