jueves, 8 de noviembre de 2012

CARTA DE HERNÁN


CARTAS CONTRA LA AUTORIDAD

Esther Charabati

 

Querido maestro

 

Como ves, aun te conservo en mi memoria con cierto afecto. Han pasado ya muchos años desde que me diste mi boleta por última vez. Dejaste de existir para mí durante mucho tiempo, apenas hace unos días me di cuenta de que sobrevivías en algún lugar donde yo he arrumbado todo aquello que no quiero tener presente.

 

Ahí estabas tú. Acabo de encontrarte mientras hacía limpieza, intentando dar un lugar en mi vida a aquello recuerdos. Ahí estabas tú. Y hoy estás aquí, entre la hoja blanca y yo. No sé nada de ti, ni siquiera sé si existes ni que has hecho con tu vida. Pero tengo que hablar contigo.

 

Te parecerá extraño que yo un alumno tan gris, tan poco capaz, cuya voz escuchaste en contadas ocasiones, hoy se dirija a ti en un tono tan alto. Es necesario. No habrá concierto, sólo un ajuste de cuentas.

 

Soy Hernán, seguramente me olvidaste hace muchos años. Un maestro no puede recordar los nombres de todos sus alumnos, y menos los de aquellos que nunca destacaron en nada. Esta carta parece un reproche, tal vez lo sea, lo sabremos cuando termine. En todo caso es bueno que sepas que la escribo por un imperativo. No puedo eludirlo. Si no quieres seguir leyendo, no lo hagas; escribo para mí.

 

Estoy en un momento difícil de mi carrera. Estudié Derecho y me han ofrecido una plaza en la Universidad. Cuando escuché la propuesta pedí que me dieran unos días para pensarlo, y mientras lo hago, apareces tú en mi memoria.

 

¿Por qué juegas un papel importante en mi decisión? ¿Por qué reapareces en este momento? Nadie te ha llamado, y sin embargo estás tan cerca que aún puedo escuchar tu voz empapada de ironía diciendo: ¿Así que Hernán no ha hecho de nuevo su tarea? No te preocupes Hernán, todos sabemos que eso no es para los genios como tú que todo lo entienden sin necesidad de estudiar. ¡Que hagan la tarea los bobos, los incapaces, no los que pueden salir indemnes de una tormenta de ceros! ¡Sigue así, vas a llegar muy lejos! Aun resuenan en mis oídos las carcajadas de mis compañeros. Tal vez tú nunca te diste cuenta, pero nos estabas enseñando una de las peores vetas de la crueldad: el burlarse de los demás (…).

 

Difícilmente podrás medir el alcance de tu error. Los niños somos propensos a burlarnos de los demás, de la misma manera que acostumbramos mostrar nuestro enojo golpeando. Y se nos prohíbe golpear con el argumento de que somos gente civilizada, mientras se nos alienta a utilizar la burla y la ironía para canalizar nuestra agresión.


Aprendimos muy rápido. Nos tomó mucho menos tiempo que memorizar los nombres de los héroes patrios. Incluso a ellos les pusimos apodos, al igual que a ti, para que resultara más difícil identificarlos. Tu sabes que yo nunca fui un alumno brillante, pero esa lección me quedó bien grabada: Cuando quieras que alguien se sienta mal, búrlate de él. Y tengo que reconocer, avergonzado, que la he aplicado a menudo.


No creas que eras el único, varios maestros – cuyos nombres por suerte no recuerdo – te apoyaron en esta empresa: el maestro de educación física gozaba durante los partidos de volley ball gritándole a Paco ¡Tienes dedos de mantequilla, no puedes ni golpear una pelota! Eso fue suficiente para que Paco se convirtiera en “El Dedos”


Bromas inocentes, por supuesto, sería ridículo buscar maldad en ellas, pero también sería absurdo negar el peso que tuvieron en nuestra educación.


No todo fue negativo, por supuesto. Y hay que tener presente que eras joven y no tenías mucha experiencia en la docencia. Pero estos días me he venido preguntando si la juventud o la inexperiencia justifican estas actitudes. No he dado una respuesta definitiva, pero me inclino a creer que más que una falla del maestro era un vicio del hombre.


Claro, los maestros también son hombres, estoy consciente de ello, pero tal vez no sean los más adecuados para confiarles la educación de los niños.


Las  carcajadas  resuenan en mis oídos. Entre otras cosas, porque eran frecuentes. La aritmética me costaba mucho trabajo y los problemas tan simples que nos planteabas eran para mí acertijos que había que adivinar. Y generalmente fallaba. Debes reconocer que tus problemas tampoco eran muy adecuados: “En el cumpleaños de Pepe había cuatro invitados, su mamá partió el pastel en octavos. ¿Cuántos octavos le tocó a cada uno? ¿Cuántos octavos sobraron?


Este problema me suscitaba las siguientes preguntas: ¿Cómo se partirá un pastel e octavos? – Cuando yo iba a un cumpleaños nadie mencionaba las fracciones para repartir el pastel. Se cortaba en rebanadas y ya. Por otra parte yo no sabía si Pepe y su mamá también habían comido pastel o no, y no me explicaba por qué tendría que sobrar, generalmente se lo comen los que acaban primero.


Como ves, tu problema no era nada sencillo, además de estar mal planteado. Y cuando tú leías mi respuesta les tocaron una o dos rebanadas y no sobró ninguna, brillaba en tus ojos una chispa que me aterraba y decías pues si ellos comieron una o dos rebanadas y eso te parece adecuado, también te dará igual si yo te pongo un cinco o diez; y he decidido añadir otro hermoso cinco a tu colección.


Yo nunca podía distinguir claramente lo que decías. En el momento en que percibía la ironía de tus palabras apretaba mis manos contra mi cuerpo y cerraba los puños para protegerme. El pánico me invadía y me pintaba el rostro de rojo. De ahí proviene el apodo que me pusieron.


Tú puedes alegar que ésa no era tu intención. Estoy dispuesto a creerte si me dices cuál era tu verdadera intención, pues no logro identificarla. Seguramente no eres tan tonto para creer que yo aprendería de esa manera, ni que yo reaccionaría a tus burlas intentando demostrarte de lo que era capaz. En todo caso, si esa era tu tesis, tuviste tiempo de comprobar que no era correcta. Si al entrar a sexto año yo era un mal alumno como acostumbran etiquetarnos, al salir de la primaria, además de tener las más bajas calificaciones, estaba convencido de que era un imbécil de nacimiento y de que todos mis esfuerzos por mejorar eran infructuosos. Mi meta de ahí en adelante sería el seis. Seis significaba que seguía teniendo un lugar dentro de la sociedad, que no me señalarían como a los leprosos y a los reprobados. Tenía que poner todo mi empeño por mantenerme en el seis.


Tal vez son injusto. El que yo estuviera convencido de mi mediocridad no te lo debía exclusivamente a ti. Los maestros anteriores también contribuyeron de manera eficaz. No podría determinar con exactitud cuándo surgió este sentimiento, ni tampoco podría decir hasta cuando sufriré las consecuencias. Ya ves, hoy me ofrecen una plaza de maestro y me pregunto si seré capaz de ejercer esa profesión. Escucho tu risa que aún me causa temor y pienso que, sobre todas las cosas, no quiero ser como tú, ni quiero causar tanto daño.


Soy duro. Tal vez lo aprendí de ti. Eras perfecto. Todo la sabías, o más bien eso aparentabas. No aceptabas ninguna falla. Teníamos que saber la lección de memoria. Los cuadernos debían estar siempre limpios. Las respuestas en clase debían pronunciarse en voz alta y ser precisas. No estaba permitido olvidar la regla o la pluma roja, y una regla rota o un compás sin punta siempre suscitaba el mismo comentario: Los malos obreros siempre tienen malas herramientas.


Tú cumplías con estos requisitos, lo que te confería autoridad y poder. Y los ejerciste como un tirano. Era fácil juzgar a los demás desde tu Olimpo, Sobre todo porque a ti nadie te juzgaba. Hoy usurpo esa función y creo ejercerla con gran generosidad.


Me despido de ti aclarándote que éste no es el final. El juicio apenas empieza.


HERNÁN.