Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)
Escritor mexicano de ascendencia
indígena, es la figura literaria más relevante de su tiempo. Autor de Clemencia,
considerada la primera novela moderna de México, Altamirano buscó la afirmación
de los valores más mexicanos.
Nacido en Tixtla (Guerrero),
recibió una beca instituida por Ignacio Ramírez, su discípulo y heredero, en el
Instituto Literario de Toluca. Vivió en Morelos, escenario de su novela
costumbrista El Zarco (episodios de la vida mexicana en 1861-1863),
y más tarde, ya en la ciudad de México, estudió leyes en el Colegio de San Juan
de Letrán, donde continuó perfeccionando su vasta cultura. Fue poeta, crítico,
novelista, historiador y político. Se adhirió al movimiento liberal y, a su
triunfo, fue nombrado diputado al Congreso de
Bosquejos*
La escuela popular, como debe
suponerse, conocidas mis ideas democráticas. Ha llamado siempre, de una manera
grave, mi atención. A ella he consagrado frecuentemente mis pensamientos, en
ella he puesto mis esperanzas más risueñas, y cada vez que una gran desgracia
pública, o la simple comparación de nuestra miseria con la prosperidad de otras
naciones, han venido a revelarme los efectos de nuestra parálisis intelectual y
moral, he vuelto los ojos a la escuela primaria, como a la santa piscina, cuyas
aguas maravillosas encierran solas el secreto de nuestra curación radical.
Pero arrebatado desde que pisé
el campo de la prensa, por los huracanes de la política, y obligado a pensar en
asuntos más urgentes, como era el triunfo de los principios reformistas y la
defensa de la patria, no pude consagrar a mi objeto favorito, sino esfuerzos
intermitentes e ineficaces, por su carácter y por las circunstancias.
Sin embargo, yo no aguardaba más
que el buen tiempo, y cuando me filié desde muy joven bajo las banderas
progresistas, me animó desde el primer instante la esperanza de que pronto me
vería en situación de emitir mis pensamientos.
Ultimo de los obreros de esa
gran generación de
Ha llegado el tiempo;
Dirijamos nuestros ojos a la
escuela popular, pero veámosla, no como una necesidad de la vida social
simplemente, sino como el fundamento de nuestra dicha futura; no con la tibieza
del hombre monárquico o del menguado defensor de las clases privilegiadas, sino
con el entusiasmo del apóstol del pueblo, con la profunda atención del
sembrador republicano, que mirando al cielo del porvenir, aprovecha hasta el
último minuto para preparar el campo, a fin de recoger pronto una cosecha
abundante y feraz.
Para ello será conveniente
examinar, aunque no sea más que de paso, la forma de la escuela antigua, a fin
de compararla con nuestra escuela actual, y conocer los vestigios que los
viejos principios y las viejas instituciones han dejado en ella, para borrarlos
completamente, como perjudiciales. Son las heces peligrosas de una bebida mortal,
que han quedado pegadas al purísimo vaso de la enseñanza, y que es necesario
arrojar para siempre.
Se relacionan tan amargos
recuerdos, tan dolorosas emociones, tan tristes consecuencias a la memoria de
la escuela antigua, que tratan de evocarla en nuestra imaginación, es
verdaderamente penoso: es evocar, el prisionero ya en libertad, la memoria de
la cárcel en que perdió la salud; es soñar la victima escapada, que ve salir
del fondo de la tumba al espectro de su verdugo aborrecido.
¡La escuela antigua!, ¡qué
conjunto de horrores!, ¡qué tortura para la niñez!, ¡qué castigo para la
inocencia! En la escuela antigua el alma de toda una generación se inoculaba
con el virus de una enfermedad destructora, y que no se curaba después sino
merced a una lucha tremenda. A veces allí mismo se abría, negro y espantoso, el
sepulcro del pensamiento. De modo que la escuela, que debe ser el dorado
vestíbulo alfombrado de rosas por el que la familia humana tiene que entrar al
santuario de la civilización, en los antiguos tiempos era el pasillo tenebroso
y deletéreo, que recibía a los esclavos futuros, en su paso para la ergástula
de la monarquía.
¡La escuela antigua! Hubiera
debido llamarse mejor El ensayo de la abyección, porque allí se mataba el
sentimiento de la dignidad que espiraba palpitante y aterrada en medio de mil
tormentos ignominiosos, tormentos físicos y tormentos morales, que martirizaban
el cuerpo y que apagaban la divina chispa de la razón en el hombre acabado de
nacer. Un cuadro palpitante de lo que era aquella escuela, nos reproducirá
mejor que ningún razonamiento, todos los horrores de la enseñanza antigua, que
no era menos ingrata entonces para los pobres que para los ricos.
Eran las 7 de la mañana: el niño
prolongaba cuanto podía su triste desayuno, con mil medios que le sugería su
agudeza infantil, y no por saborear el pedacito de pan y la jícara de chocolate
o el humilde atole, sino por diferir lo más que fuese posible la hora de su
sacrificio. Así es que permanecía silencioso, arrinconado, poniendo una carita
doliente y mustia para inspirar compasión.
Pero la voz ronca del padre
recordaba que era hora de ir a la escuela, y el niño palidecía y temblaba y se
llevaba la mano a los ojos para ocultar o enjugar sus lágrimas, movimiento que
enternecía el corazón de la madre, siempre pronto a dulcificar ante sus tiernos
hijos los mandatos paternales.
En fin, era preciso obedecer: la
buena madre consolaba al niño, lo arreglaba, le ponía la gran bolsa de lienzo
que contenía
Una vez dispuesto el chico, era
entregado, si tenía mediana posición, a un criado para que lo condujese a la
escuela, o se confiaba a un muchacho más grande que pasaba por él, o se
abandonaba a su propia obediencia, de antemano asegurada con la amenaza de una
zurra de azotes.
La pobre criatura llegaba a la
escuela y vacilaba antes de entrar en ella, recogía sus fuerzas para tamaño
sacrificio, y con el corazón disgustado y miedoso atravesaba el umbral.
Tenía la escuela un aspecto
lúgubre y aterrador. Una sala ordinariamente larga, estrecha, fría: en derredor
de ella había bancos, ennegrecidos por el uso, y toscamente labrados: las
paredes, de un color impuro y llenas de grietas, estaban desnudas por todas
partes, presentando al ojo de los niños, que busca instintivamente algo con que
distraer su imaginación viva y ligera, el aspecto de una superficie monótona
sucia y triste.
Allá en el fondo, y trepado
sobre una pequeña plataforma con una barandilla, y a veces sin ella, se hallaba
tras de una mesa cubierta con un paño fúnebre, el maestro de escuela, pobre
hombre de rostro avinagrado, , de mirada ceñuda, las más veces viejo, con un
traje oscuro, que le daba un aire de clérigo, y casi siempre grasiento y raído.
Sobre su cabeza o a uno de sus
costados estaba colgada una gran cruz verde, como la de la inquisición, o bien
una estampa de santo, con una virgen de Guadalupe, un San Luís Gonzaga o un San
Ignacio. Algunas veces el pizarrón negro adornaba uno de los lados de la
plataforma, o bien era la pequeña mesa de un niño recomendado que veía
habitualmente a sus compañeritos con la más descarada insolencia.
Nuestro pequeño alumno atravesaba
lo largo de la sala, iba a arrodillarse frente a la gran cruz o la estampa,
rezaba el bendito en voz alta, y luego se dirigía al lugar del maestro y le
pedía la mano.
-
¡La
mano, señor maestro! – decía tartamudeando.
El maestro apenas contestaba con
una especie de berrido, y el niño bajaba entonces de la plataforma, iba a
colocar su sombrero en un montón donde yacían los demás, y ocupaba su banco,
donde se ponía a leer en su cartilla o Catón, después de que un muchacho grande
le había señalado la lección correspondiente. Entonces permanecía quieto,
quieto y solo, leyendo en voz tan alta, que se le inflamaban las venas del
cuello.
Si aprendía a escribir, lo
primero que hacía era descolgar una pauta, acomodarle el papel que traía, y
rayarlo con el trozo de plomo oblongo de que venía provisto. Después subía a la
plataforma y dando primero su pluma, humedecida de un modo inconveniente, al
maestro, éste la tajaba, la probaba y le echaba renglón, es decir, le ponía un
modelo, que el chico trataba de imitar. Si su letra mejoraba era ascendido a
otra regla; porque es de advertir que había muchas reglas; desde la primera en
que se hacían los palotes, especie de rasgos groseros o rayas verticales con
las que los maestros de aquella época creían ensayar la mano del niño para la
gallarda forma de torio, de palomares o de cualquiera pendolista de antaño,
hasta la octava, que era una sola raya, en la que se escribía con letra menuda.
Pero para llegar a la octava
necesitábanse años, paciencia, y sobre todo, sufrir todos los castigos que el
refinamiento clerical había inventado para corregir a la niñez, educarla
honestamente y enderezarla por los caminos del temor de Dios.
Supongamos que nuestro niño
escribía y que había concluido su plana. Iba a enseñarla al maestro y esperaba
trémulo su fallo.
-
¡Aquí
has hechado un borrón, pícaro, malvado!
-
¡Señor
maestro! – exclamaba el niño enclavijando las manos.
Pero el implacable dómine
empuñaba una enorme palmeta y mandaba al chico que extendiera las manos. Éste
rogaba, lloraba, pero en vano, y acababa por extender sus manecitas que
temblaban procurando escaparse del golpe. El maestro alzaba furioso el terrible
instrumento de tortura, y lo descargaba dos y tres veces sobre aquellas manos
de siete años, pequeñas y débiles, produciendo un chasquido sonora como el de
un látigo, después de lo cual, el dómine arrojaba al suelo la plana.
Como este examen solía hacerse
en revista, es decir, cuando todos los alumnos de escritura presentaban sus
trabajos, la férula no se caía de las manos del maestro, y resonaba cuarenta,
sesenta y hasta cien veces en menos de una hora.
Pero aún había más: sobre la
mesa del paño lúgubre, se veía tendida espantosamente otra cosa que hacía
estremecer a los niños y bajar los ojos. Era una larga disciplina de cáñamo o
de alambres. Con ella se castigaban las grandes culpas, y estas eran: haberse
reído sonoramente, haber corrido en la calle, haber ido a pasear en vez de ir a
la escuela, haber derramado un tintero sobre la mesa, o no saber la lección de
doctrina cristiana.
Entonces, ¡horror! El maestro
mandaba desnudar al niño, cuyo pudor se ultrajaba alzándosele la camisa para
vapulearlo a raíz. Tendíase el pobrecillo en un banco y poníase el pañuelo o el
ceñidor en la boca para soportar el dolor, y el maestro le aplicaba una docena
o dos de azotes con la horripilante disciplina.
Y a una victima, sucedían otra y
otra, de modo que los llantos y las convulsiones de dolor se sucedían también,
y la furia del maestro se aumentaba, y el círculo de niños que presenciaba
aquello, palidecía y se agitaba aterrorizado: los pequeños niños de la lectura
se miraban unos a otros debajo de la plataforma, buscaban instintivamente a la
madre, y tornaban a mirar al maestro que les infundía pavor con los cabellos
grises erizados, con los ojos fuera de las orbitas y con la boca espumeante
como una furia infernal. Sí: entonces podía decirse muy bien con Montaigne:
¡La
escuela es el infierno!
Esto era en lo físico: veamos en
lo intelectual. Seis meses de cartilla, es decir, de estudiar el abecedario, de
deletrear y de decorar. Después seis meses de Catón cristiano o de Libro
segundo, es decir, un conjunto de lecturas fastidiosas, inútiles, erizadas de
ejemplos corruptores y de cuentos ridículos de viejas, de máximas de bajeza y
de esclavitud, doctrinas frailescas y groseras. Después lectura En Carta, para
lo cual se pendían las disparatadas copias de dependiente de tienda mestiza, o
se hacía uso de la correspondencia de un clérigo, de una vieja o del infeliz
padre, que no siempre brillaba por su buena letra u ortografía.
Más tarde las planas, como hemos
dicho, de la primera a la octava regla, y cuando ya se escribía con falsa se
comenzaba el estudio de las cuentas. Con las cuatro reglas que sepan los niños,
les basta, decían las gentes antiguamente. Así es, que no aprendían más que a
sumar, restar, multiplicar y partir. Tal era el tecnicismo de la aritmética
entonces.
Mientras que estudiaba todo
esto, y haciendo el papel principal en el aprendizaje de las varias materias
que se enseñaban, la doctrina cristiana era el más temible, el más odioso, el
más inicuo tormento para el niño.
¡El catecismo del padre Ripalda!
¿Quién en México no conoce al padre Ripalda? Y ¿Quién que tenga en algo a la
razón y a la libertad, no detesta ese monstruoso código de inmortalidad, de
fanatismo, de estupidez, que semejante a una sierpe venenosa se enreda en el
corazón de la juventud para devorarlo lentamente? Yo no se cómo todavía las
prensas de un pueblo republicano y culto se ocupan de multiplicar los
ejemplares de ese librillo odioso, que siembra en nuestras clases atrasadas,
principios de tiranía y de superstición, incompatibles con nuestras
instituciones y enemigos de la dignidad humana.
Defiéndanlo en buena hora,
hombres bastante insensatos o bastante interesados para servir a las miras de
un partido de oscurantismo (cortísimo por fortuna), y que quiere resucitar en
pleno siglo XIX las ideas del tiempo colonial. La civilización, la libertad, la
ciencia no hacen caso de lo que griten falsos apóstoles de una religión de paz,
de humildad y de dulzura, y ellas reprueban y acabarán por aniquilar las
doctrinas estúpidas que contienen libracos como el de Ripalda.
Si el cristianismo ha de vivir
algo más, no ha de ser seguramente difundido por el catecismo de ese viejo
jesuita, misionero del papismo y de la remedad española, cuyo bello ideal era
la imbecilidad de los pueblos.
Volvamos a nuestros niños:
Aprendían la doctrina de Ripalda
con tedio, con desesperación, sufriendo horribles castigos a cada página del
repugnante catecismo. Primero aprendían las oraciones, después las
declaraciones, que son disertaciones pequeñas y áridas en preguntas y
respuestas, y muy propias para hacer concebir un horror profundo a los
ejercicios de la memoria. Cuando un niño sabía el catecismo de cuerito a
cuerito, como se decía entonces, era tenido en la escuela por un chico de
provecho, y en su casa por un Séneca; aunque no hiciese, como en efecto no
hacía más que repetir, como papagayo y con una canturria detestable, las
susodichas disertaciones.
Y digo canturria, porque tanto
para leer, como para recitar, los maestros enseñaban una especie de canto llano
que es muy conocido, y que hoy nos hace reír cuando lo oímos en el teatro; pero
que nos fastidió soberanamente cuando tuvimos que repetirlo en la escuela.
Los sábados eran días
espantosos, y en los cuales los niños preferían enfermarse a concurrir a la
escuela, porque entonces se les obligaba a hacer el repaso o recordación de
todo lo que habían aprendido del catecismo de Ripalda, lo cual era un suplicio,
pues los maestros contaban los puntos o faltas de memoria, y castigaban
cruelmente tan horrendo delito, con la consabida zurra de palmetazos o de
azotes.
Algunas veces se obligaba a los
niños a ir en formación a alguna iglesia de barrio para oír la misa, para
saborear el sermón, o lo que era mayor todavía, a confesarse con algún fraile
bilioso y severo. ¡Confesarse ellos que a los ocho o diez años apenas tenían
oscuras nociones del mal moral! Muy pronto, abandonados al interrogatorio
indiscreto, y a la autoridad absoluta del coco del confesionario, iban
adivinando lo que la prudencia paternal o el candor de una madre cariñosa
habían creído conveniente ocultarles, y su conciencia inocente, ya medio
achacosa por las doctrinas de Ripalda y por los castigos acababa por
enfermarse.
Tal era la instrucción primaria
que se daba a los niños antiguamente; y entiéndase que estoy hablando de lo que
pasaba hace menos de treinta años, aquí en México, según me lo han referido
todos mis amigos de colegio, y según lo sé por boca de testigos fehacientes,
entonces como ahora, muy empeñados en la reforma de la instrucción popular. Y
hay sujetos más jóvenes que yo, que han presenciado escenas semejantes aún
después de ese tiempo, de manera que puede asegurarse que hace todavía veinte
años la escuela era como acabo de describirla, con muy poca diferencia. La
escuela a principios de este siglo, la anterior a la independencia, era peor
mil veces, y el que quiera conocerla puede ocurrir a los escritores de aquella
época, particularmente al pensador mexicano, a ese iniciador atrevido a quien
anatematizaron el clero y la tiranía, precisamente por haber revelado al
pueblo, los inmensos males que traía consigo el absurdo régimen colonial.
Fernández de Lizardi ha dejado en descripciones gráficas y que son
eminentemente populares, una imagen viva de la instrucción y educación que se
daba al pueblo en aquel tiempo de lúgubre memoria.
No terminaré mi cuadro sin
observar que si tal era el atraso de la enseñanza primaria en la capital de
Pero si no tenía en su favor
alguno de estos motivos, quedaba condenado a la excomunión que pesa todavía
sobre la raza infortunada.
Otra observación haré, y es: la
de que si no he hablado de la enseñanza que se daba a la mujer, es porque en
aquella época, la escuela popular difícilmente abría sus puertas a la hermosa
mitad del género humano, al menos en los pueblos. En México las “amigas” se
habían encargado desde hace muchos años, de preparar para la patria a cien
generaciones de mujeres infelices, devotas, ignorantes de su propia capacidad,
y resignadas por convicción al papel de eternas esclavas del hombre, y de
ciegas auxiliares del fanatismo. Si de la amiga pasaban al convento, allí
completaban su educación, es decir, recibían, si no más luces, al menos un
grado superior en la escala de la gazmoñería y de la servidumbre de la
imperiosa familia que las educaba para su provecho.
La amiga solía ser también la
escuela primaria del niño rico, que no obtenía con ella sino un cambio en el
sexo de su tirano. En vez del maestro ceñudo, ignorante y feroz, tenía a la
maestra, vieja, de humor agrio y caprichoso, mojigata por vocación, solterona,
con una ignorancia peor que la del dómine, y tremenda en materia de pellizcos y
de disciplina. Pero regularmente la maestra no enseñaba más que a leer mal. El
niño tenía siempre que perfeccionar su instrucción primaria en la escuela de
niños.
Al salir de ella, nuestro chico,
o se dedicaba a hacer fortuna en el comercio o las artes, o si tenía
comodidades, era metido en el colegio para abrazar una de las cuatro carreras,
entonces las únicas para ser algo con el tiempo, a saber: La eclesiástica, la
de abogado, la de médico o la de militar.
El colegio de entonces es
también digno de estudio; pero será asunto de un bosquejo que escribiré más
adelante con aquel título, y para leer el cual, invito desde hoy a mis
lectores, pues será un cuadro curioso.
Concluyo, pues, el de la escuela
antigua, y al terminarlo, no se extrañará que yo pregunte: ¿Tenían razón los
niños para resistirse a concurrir a ella, y para regar con sus lágrimas el
camino que conducía de su hogar a semejante infierno? Porque es mentira que el
niño aborrezca instintivamente el trabajo; es una calumnia lanzada por los
ignorantes contra la sabia naturaleza que nos inclina a lo bello y a lo bueno,
y que inspira en nosotros la propensión irresistible a la actividad y la
indagación.
Lo que hacía huir a los niños,
lo que les causaba una repugnancia irremediable hacia la escuela, era que veían
sobre sus puertas, gravada con caracteres sangrientos, aquella inscripción tan
terrible como la que vio el Dante sobre las puertas del infierno y que era el
odioso apotegma de la tiranía, preparando el ánimo de los niños a la abyección:
la letra con sangre entra, viejo oráculo que por desgracia no pierde
enteramente su prestigio.
Los que todavía lo preconizan,
podrían ir a
La escuela contemporánea
– la escuela libre.
Veamos ahora la escuela popular,
tal como existía en 1870, y por consiguiente. Tal como existe al comenzar 1871.
En México, desde antes de regir
la constitución de 1857, que consignó el principio de la libertad de enseñanza,
ya que la primaria no se hallaba toda bajo la inspección del estado. Por
consiguiente, los particulares podían abrir escuelas y educar a los niños sin
la obligación de tomar por norma los reglamentos del gobierno, ni las
disposiciones del municipio, ni aún tener siquiera sobre sí la mirada de la
autoridad.
Alguna vez se impusieron reglas
determinadas a los establecimientos particulares; pero estas reglas, de un
carácter puramente local, fueron derogadas por el uso, o por las mismas
autoridades, y cada uno siguió enseñando como quiso; y como los gobiernos
pasados han fijado tan poco su atención en la enseñanza popular, y más bien la
han tiranizado que protegido, las escuelas continuaron su vida de rutina.
Después de
Varias sociedades de carácter
privado han tomado a su cargo la protección de la enseñanza primaria, como
De estas, las dos primeras,
recibiendo subvenciones del gobierno, más o menos cuantiosas, le han concedido,
como era justo, ciertos derechos de inspección; la última que sólo cuenta con
sus fondos propios, permanece libre de la vigilancia del estado. Además,
numerosos profesores mantienen abiertos sus establecimientos particulares, y
muy pocos de ellos, por su condescendencia patriótica invitan a la autoridad a
presidir sus exámenes y su distribución de premios, ocupando a veces los
edificios nacionales, como una muestra de respeto a las instituciones. Los más
afectan desdeñar la majestad de las leyes y se reservan el derecho de cerrar
sus puertas a la vigilancia nacional y aun al espíritu de las instituciones.
Esto quiere decir, hablando en términos más claros, que se reservan el derecho
de enseñar el menosprecio a
Yo dejo a los que se han
olvidado de organizar la instrucción primaria conforme al principio
constitucional, el cuidado de meditar profundamente sobre estas palabras del
sabio demócrata Michelet en su
hermosísimo libro intitulado “Nos fils”,
cuya lectura recomiendo a los legisladores, así como otras de que hablaré
después.
Es necesario, dice el venerable
anciano, que la patria se halle presente en la escuela no sólo por medio de la
enseñanza directa o la tradición nacional, sino como una madre por su justicia
exacta y atenta. La libertad local será cosa excelente con cierta “sobrevigilancia que no la deje muy libre
para ser injusta y desigual en provecho de la aristocracia”.
La escuela es ya la comuna en
pequeño. No puede decirse cuanto pesa en ella la influencia local. La escuela
libre, no pagada por el estado, es justamente la que conviene más a los padres
ricos e importantes. Es un terreno previo en que comienza la desigualdad. El
maestro no es siempre injusto; sino las más veces débil, demasiado indulgente,
demasiado blando para con los niños de los poderosos del lugar, de aquellos que
podrían perjudicarlo o matarlo de hambre.
La escuela no será
verdaderamente libre, sino en tanto que el maestro vea cerca de él una
asociación activa y enérgica que se interese en la escuela y en él mismo, lo
sostenga llegado el caso, y le ayude a ser justo.
Michelet,
“Nuestros hijos”, lib. V, cap. V, De la escuela como propaganda cívica.
Es necesario reflexionar
maduramente sobre la idea previsora que encierran estas palabras de uno de los
más esclarecidos apóstoles republicanos
No vayamos, por dar una amplitud
desmesurada al grande y generoso principio de la enseñanza libre, a hacer una
concesión peligrosa al pasado que impida el bienestar del pueblo y la
consolidación de nuestras instituciones.
No se me podrá tachar de no ser
partidario de la libertad en todo y para todo. En esta parte profeso los mismos
principios de mi ilustre amigo Zarco; pero quiero tamaña libertad, conforme a
las leyes y nunca contra las leyes.
No creo conveniente el
reglamento en todo, y creo innecesaria y aun perjudicial la inspección de la
autoridad en muchas cosas; pero juzgo indispensable el uno y la otra en ciertas
materias de importancia vital para el porvenir de la democracia en nuestro
país.
Así, es mi ideal la libertad
absoluta de la prensa; pero esta libertad, cuando es peligrosa, tiene su
correctivo eficaz en la contradicción que se le opone, y las teorías que se
publican no son aceptadas sino después de haberse depurado en el crisol de una
ilustrada discusión. No encierra, pues, peligro.
La enseñanza secundaria tiene un
reglamento, y los discípulos que estudian fuera del recinto de las escuelas
nacionales, se someten a su autoridad legal.
¡Pero la enseñanza primaria!...
La enseñanza primaria que no está sostenida por el estado, se halla fuera de su
vigilancia, y considérese que en la independencia de la escuela libre, las
doctrinas del maestro pasan sin contradicción, se escuchan como un oráculo y se
apoderan del ánimo del niño sin que la ley les ponga coto. Así es, que poco a poco y por medio de un trabajo
lento, pero eficaz, un maestro hábil y pernicioso puede convertir su escuela en
un plantel de futuros conspiradores. Pero dejando esto aparte, y concediendo a
la doctrina toda la libertad posible, aun la que es contraria a la ley, fijémonos
sólo en que un maestro puede, bajo el pretexto de la beneficencia, aceptar en
su escuela un buen número de niños huérfanos y pobres, y sujetarlos a indignos
tratamientos, o pervertirlos bajo la influencia de máximas inmorales. Yo
pregunto: ¿La vigilancia de la autoridad, no se necesita allí? La protección a
esas victimas de una falsa caridad ¿De dónde ha de venir, sino de la ley? Esta
se hace todavía más indispensable cuando se trata de niñas de cuya inocente
debilidad puede aprovecharse la hipocresía.
En fin, tal asunto da materia
para largos artículos, que con otros estudios sobre puntos constitucionales,
pienso publicar; y por hoy me limitaré en estos bosquejos que me he propuesto
hacer útiles en algo, a apuntar solamente ideas, cuya meditación está reservada
a los legisladores.
Para hablar de la escuela
contemporánea, es preciso dividirla en escuela de ciudad, bajo cuya
denominación se comprenden las escuelas de las poblaciones grandes, de las
ciudades populosas, y en particular de México; y escuela de campo, bajo cuyo
título consideraré a las escuelas de los pueblos cortos y de las aldeas. Unas y
otras merecen examinarse.
La escuela de
ciudad.
El que haya visto la escuela
popular antigua, y la compare con la escuela contemporánea, no puede menos que
comprender la distancia que se ha establecido ya entre las dos.
Ella, sin embargo, no es grande,
¡triste es decirlo! Cuesta mucho desarraigar viejas preocupaciones, y sucede a
veces, que los reformadores mismos, que creían realizar una innovación, se han
dejado alucinar por algunas ideas rutinarias, creyéndolas el parto de una audaz
inventiva. Así ha sucedido con las escuelas de México. Sea por las dificultades
con que se tropieza, sea por falta de dinero que el gobierno no da con mayor
liberalidad, sea por el poco tiempo que lleva la instrucción primaria de haber
cobrado nuevo aliento, el hecho es: que ella todavía se resiente de sus
antiguos achaques, y siendo nuevo el vino de las ideas progresistas, todavía
está contenido en las viejas odres de la forma colonial.
Ahora bien: en la escuela, es
preciso entenderlo, la forma importa mucho.
La escuela municipal y
Los tres han procurado ensanchar
la esfera de los conocimientos primarios y elevar día a día la escuela popular
a un rango distinguido. Pero los obstáculos han sido superiores a sus fuerzas,
y la escuela dista mucho de la que debe ser, según las ideas modernas, cuya
práctica debe estudiarse a la escuela de Prusia y de los Estados Unidos.
En cuanto a la escuela lancasteriana,
los directores de esa sociedad han sido muy activos, muy perseverantes, y
profesan ideas avanzadas. El concurso de todos los miembros, y en especial de
las ilustradas señoras que se han consagrado a la noble tarea de hacer
atractiva la enseñanza con el encanto de la belleza y de la virtud protegiendo
la escuela pobre, ha producido ya magníficos resultados. No hace mucho que el
público mexicano ha podido contemplar el conmovedor espectáculo que presentaba
el gran teatro nacional, donde se hacía la distribución de premios a centenares
de niños, que habían salido para recibirlos, de todos los laberintos en que
esconde aquí su miseria la clase menesterosa.
En cuanto a las escuelas que
sostiene la sociedad de beneficencia, fundadas por el ilustre Vidal Alcocer, me
es penoso decirlo, a mi que acabo de ser su vice-presidente; pero se sostienen
con una vida raquítica y miserable, vida que no puede prolongarse por más
tiempo, si la mano protectora de la filantropía no viene en su auxilio, porque
el gobierno no está obligado a sostenerlas, ni la subvención que les concede
basta para ponerlas bajo buen pie.
Hasta ahora, la enseñanza que se
da en esas escuelas, a causa de la escasez suma de recursos con que se lucha
diariamente, es casi ineficaz.
Se necesita regenerar
completamente el sistema allí adoptado, y cerrar varias escuelas si no logran
estar bien dotadas, en gracia de otras, que aunque pocas, pueden ser útiles.
La escuela absolutamente
miserable en que el niño no tiene libros, ni papel, ni buenos profesores, ni un
sistema económico para suplir lo primero, ni habitaciones cómodas, bien
ventiladas y sanas, vale más que cierre sus puertas, porque no será más que un
foco de infección, un pretexto para la pereza, e impedirá al niño que vaya a
una escuela mejor, o que al menos permanezca en el hogar bajo la tierna
vigilancia de la madre.
Yo abrigo la risueña esperanza
de que los nuevos funcionarios, entre los cuales veo con placer al Sr. Don José
María Iglesias, a quien debe muchísimo la instrucción pública, logren a fuerza
de actividad y de inteligencia robustecer la sabia de ese benéfico árbol
plantado por la santa mano de Alcocer y cuya sombra ha dado ya la vida a
millares de criaturas desamparadas e inteligentes.
La escuela del
campo.
Si la escuela de la ciudad se
hallaba en el estado que he descrito, puede considerarse el atraso espantoso
que caracterizaba a la escuela del campo, es decir, la escuela de las
poblaciones pequeñas y de las aldeas.
Ahí no había instrucción, ni
moral, ni nada que preparara un porvenir mejor a la juventud.
Es preciso advertir, que una
población se consideraba muy feliz con tener una escuela miserable; y que los
pueblos de indígenas que son los más numerosos en la república, carecían las
más veces de ella; por consiguiente el indio jamás aprendía a leer, y eso
explica su estado actual de barbarie y abatimiento.
En algunos pueblos de indígenas
solía haber escuela, es verdad; pero en ella solo se enseñaba la doctrina
cristiana, o para hablar con más propiedad, los rezos más insignificantes y que
se hacían recitar de memoria a los niños, que los aprendían como papagayos, y
que los olvidaban pronto. Estos rezos eran el bendito, el padrenuestro, el
credo, el ave Maria y los mandamientos de la santa madre iglesia. Como no se
les enseñaba al mismo tiempo el castellano el aprendizaje de estos rezos era
perfectamente inútil, pues no los comprendían; y si a esto se añade, que nunca
los curas predicaban sino sermones sobre la obligación que tenía su rebaño de
pagar las obvenciones parroquiales, los diezmos y primicias, los responsos y la
contribución anual para la fiesta del santo patrón; se comprenderá el porqué la
raza indígena permanece en la idolatría más repugnante.
Ni han tenido empeño los
sacerdotes católicos en sacarlos de ella, porque la idolatría ha sido
precisamente una mina riquísima para el clero, que con los mil santos
aparecidos de que sembró la nueva España, y con las legiones de imágenes
groseras con que sustituyó en los templos cristianos a los ídolos de los
antiguos teocaltin, tuvo con que improvisar en poco tiempo riquezas fabulosas.
Materia es esta de la idolatría,
sobre la que hay mucho que hablar, y me reservo tratarla en otra parte con la extensión
que merece. Ni se crea que es asunto de poca importancia para los progresistas;
es asunto capital, es nada menos que un obstáculo enorme que se opone al
desarrollo de la reforma, y que a toda costa es preciso destruir si queremos
que la inmensa mayoría de la nación se ilustre y sea útil para los trabajos de
la república.
Para mí, la escuela es el único
medio de lograr este objeto esencial.
Yo se muy bien que los primeros
misioneros españoles que vinieron a la colonia recién conquistada, animados de
un espíritu verdaderamente evangélico, que acababa de inspirar en España la
reforma trabajosa del cardenal Jiménez de Cisneros, ministro de los Reyes
católicos, procuraron con celo ardiente instruir a los indios, no sólo en las
nuevas doctrinas de la religión, sino también en las artes liberales. Con tal
mira, se dieron a aprender los diversos idiomas del país, trataron de conocer las
costumbres e inclinaciones de estos pueblos, improvisaban una tribuna en medio
de los tianguis o mercados, como el padre Benavente llamado Motolinia, o abrían
escuelas como la de Tlaltelolco y de Letrán, en la que el padre Gante enseñaba
a los niños convertidos la lectura, la escritura y la música.
Conozco demasiado cuantos
esfuerzos hicieron estos sacerdotes para trasmitir a las razas de nuestro país
lo poco que sabían, y muchas veces, al leer las relaciones que nos dejaron
Motolinia, el Padre Durán, el Padre Torquemada, el Padre Vetancourt, Mota
Padilla y otros, así como las crónicas de varias órdenes religiosas, he
admirado aquél antiguo espíritu de propaganda y aquella actividad infatigable
que mostraban, particularmente los franciscanos en sus misiones.
Verdad es, que así ayudaban a
hacer duradera la conquista, a hacer olvidar a los conquistados, con su antiguo
culto, sus deberes patrióticos y su amor a la independencia: verdad es, que por
su parte los indios, de natural dócil y suave y con su fácil comprensión, se
prestaban a la propaganda, como lo comprueban los frecuentes asertos de los
escritores que acabo de mencionar; que son las más veces entusiastas
panegíricos del alma generosa y de clara inteligencia de los neófitos; pero en
fin, al menos aquellos frailes enseñaban y trabajaban. Más después en los
tiempos del virreinato y particularmente cuando el clero había enriquecido y
nada tenía que temer, los misioneros desaparecieron, las escuelas se cerraron y
en su lugar se levantaron las ermitas y los santuarios de imágenes milagrosas,
los vastos asilos de frailes regalones y perezosos, que se encargaron de
reproducir aquí la rica especulación que los sacerdotes paganos ejercían junto
a los templos de los oráculos antiguos.
El misionero que descuidando los
bienes mundanos, y atento solo a su tarea apostólica, se veía obligado a
deshacer su hábito de tosca lana gris, para volver a cardarlo, a tejerlo y a
teñirlo de azul, so pena de andar desnudo, no existía ya… en su lugar se
presentaba el cura apoyado por el encomendero y trayendo un arcabuz junto a los
santos oleos, en la silla de su mula. Levantóse el palacio del obispo, declaróse
inútil la escuela, y en su lugar se colocó en la plaza el bracero de la
inquisición. No había ya necesidad de enseñar cuando podía quemarse: la
convicción era inútil desde el momento en que el tizón hacía temblar al indio
ignorante y humilde.
De este modo la instrucción de
los indios que comenzaba a producir benéficos resultados, aunque envuelta en
las tinieblas del fanatismo, fue ahogada en germen, y luego la pérfida
protección de las leyes de indias, acabó de abandonar a las razas conquistadas
a la miseria de la abyección. Los esfuerzos del benemérito padre las Casas para
levantar estas razas desdichadas a una altura que merecían, fueron inútiles tal
fue en compendio la historia de la instrucción popular, en tiempo de la
conquista y en los posteriores.
De ahí es, que prolongándose
semejante situación, vino la independencia y después la república, y
encontraron a las razas conquistadas en un estado próximo al idiotismo
Si por acaso, en un pueblecillo,
los alcaldes solían abrir una escuela, era, como lo llevo dicho para que se
enseñaran los rezos de los catecismos, porque el cura se apresuraba a
interponer su veto cuando se enseñaba algo más, o el subdelegado desterraba o
mandaba engrillado en una mula al maestro de escuela que se atrevía a hacer
vislumbrar a los jóvenes oprimidos el más pequeño de sus derechos.
El maestro de escuela era
regularmente un pobrecillo mestizo que había aprendido a leer en la ciudad, y a
quien la miseria obligaba a hacer la última trampa al diablo, como se decía
entonces, convirtiéndose en maestro de escuela. Además, desempeñaba por
necesidad el empleo de sacristán notario del cura, es decir, amanuense, algunas
veces secretario del subdelegado o del alcalde, y no pocas mandadero. Barría la
iglesia, arreglaba los ornamentos, confeccionaba las ostias, ayudaba la misa,
era cantor, componía el monumento del jueves santo y el Belén en la noche
buena, enseñaba a rezar a las novias, doctrinaba a los mancebos, y en sus horas
de ocio el infeliz tenía la obligación de divertir al cura, al vicario y a la
ama de llaves. ¡Que dignidad iba a tener un desdichado semejante, para ejercer
el importante magisterio de la enseñanza! ¡y que tiempo le dejaban tampoco los
quehaceres anexos a su empleo, para consagrarse a éste! Apenas podía cantar sus
rezos delante de sus chicos, azotar a los que podía, y devorar su pobre y
amargo alimento, conseguido a precio de tantas bajezas.
Una miserable gallina, que por
compasión le regalaba alguna buena madre, algunos huevos o frutas que le
llevaban los chicos cuando tenían lástima de él, al verlo pálido de hambre, y
colérico o abatido por las insolentes altanerías del cura o de la autoridad;
algunos cuartillos de maíz o de fríjol que le traía un indio viejo, una
chaqueta grasienta y raída que le regalaba el eclesiástico el jueves santo,
eran los únicos obsequios que endulzaban la amarga vida del pobre maestro de
escuela.
Por lo demás, su sueldo variaba
desde 5 pesos al mes hasta veinte. Nunca fue mayor, y eso pagado de real en
real, y casi mendigado por la familia, porque si el maestro tenía familia, era
un mártir que durante su vida sufría todas las torturas del hambre, y que moría
regularmente en la flor de su vida, mirando con amargura en derredor de su
lecho de agonía, a su mujer flaca o enferma, y a sus hijitos haraposos y
extenuados por la consunción.
¿Horroriza este cuadro? Pues bien: sabed de
una vez toda la verdad; eso no pasaba solamente antes; eso pasa ahora mismo, y
tal es la escuela del campo, y tal es el desventurado maestro que la dirige, y
a quien la incuria de nuestros gobiernos ha lanzado a los pueblos de indígenas
como un presidiario y no como un maestro, como a un paria y no como al apóstol
del progreso, y ni como al sacerdote del porvenir, ni como al preparador de
veinte generaciones.
Pero hagamos justicia a los
instintos de la raza indígena: aunque enervada, aunque oprimida, aunque vista
con desprecio, ella, lejos de rechazar la instrucción, la busca y la acepta con
gusto. En los pueblos, cuando se trata de levantar o de reparar el miserable
edificio de la escuela, todos los vecinos concurren con gusto a trabajar, aún
ahora, en que están en desuso los trabajos comunes y en que no son
obligatorios, según lo prevenido en la constitución de 1857. Visitad cualquier
pueblo de indígenas, hasta aquellos que se hallan lejos de las grandes
ciudades, y que están como suspendidos en las alturas de la sierra, o en las
faldas de las montañas, y metidos entre los bosques.
Veréis que se componen de un
pobre villorrio de cabañas de paja o de tejamanil, apenas adornados con
pequeños huertos en que la vegetación es la única que se encarga de vestir con
sus primores y de alegrar con sus sonrisas aquella desnudez y aquella miseria.
Pues bien, siempre veréis tres edificios, mejor construidos que los demás, y en
los cuales se revela un cuidado constante. Estos tres edificios son: la
iglesia, la casa del cura, y la casa municipal, que se divide en dos
departamentos; uno en que tienen su despacho las autoridades, y otro en que
está la escuela.
Verdad es que los dos primeros
son siempre los mejores, porque por una parte el interés del clero, y por otra,
la antigua inclinación a la idolatría, han hecho que los indios den preferencia
al nuevo adoratorio en que se guardan los fetiches de la nueva religión; así
como a la casa del teopixque blanco o
moreno, que ha sustituido a los pontífices de Huitzilopoxtli o de Centeotl.
Pero aún ocupando el tercer
lugar la casa municipal, la comunidad, como se llama en los citados pueblos, en
que se halla también la escuela, recibe asiduos cuidados y es objeto de
veneración.
El maestro de escuela, con ser
un infeliz, criado, como he dicho, del cura y del alcalde y casi siempre
pobrísimo y haraposo, es respetado, consultado por los viejos, venerado por los
muchachos, y suele ser si reúne a su empleo el de secretario del juez o
alcalde, el oráculo del pueblo, compartiendo este alto carácter con el cura.
El aspecto de la escuela, sí, es
tristísimo: una sola pieza grande y cuadrada con una o dos puertas, mal
ventilada generalmente; el suelo desnudo, y en los países de la zona caliente,
en las costas, es húmedo y malsano. Los niños se sientan en largos bancos, el
maestro en una silla de madera tosca, junto a una mesa de encino que apenas
tiene un tintero de plomo o un pedazo de botella, y algunos pliegos de papel.
Por lo demás, como ahí no se escribe, ni se estudia geografía, ni gramática, ni
aritmética, la biblioteca de la escuela se reduce al famoso catecismo de
Ripalda y a algunos cuadernos con alabados
para que se canten el día de las funciones religiosas principales.
Ver aquel conjunto, oprime el
corazón. Los niños indígenas, vestidos con su camisa y calzón de manta gruesa, con
los pies desnudos y con el moreno semblante serio y triste, se sientan unos
junto a otros, cruzan las manos, y se quedan inmóviles, esperando que el
maestro comience a canturrear los rezos, para seguirlo ellos en coro.
En pueblos más afortunados, el
maestro que suele conocer el idioma del país, les da nociones de castellano,
les enseña el alfabeto, les hace decorar en libro segundo, y tal vez los inicia
en los misterios de la escritura y del cálculo. En un pueblo de ésos, puede
adivinarse desde luego la mejoría de la instrucción, en las discretas
conversaciones de los alcaldes, en la vivacidad de los vecinos, en la limpieza
y mejor arreglo de los trajes, y en la mayor importancia de la agricultura y
del mercado. El indio nativo de este pueblo, a quien la partida de tropa que
pasa coge de leva, suele llegar a sargento, y a veces a oficial; se convierte
en guerrillero en tiempo de guerra civil, y no es difícil que trate de potencia
a potencia con el hacendado de las cercanías o con el prefecto del distrito.
Cuando hace el comercio en las ciudades, no lleva a ellas carbón, leña, frutas
silvestres u otros artículos miserables; sino hortalizas, lana, tabaco, cacao,
pita, maderas finas, cereales de todas clases, y aún obras de arte que son muy
estimadas. En fin, la instrucción ha mejorado las condiciones materiales y
morales de los pueblos en que ha sido planteada; y para no citar muchos
ejemplos, recordaré algunos pueblos de Michoacán, en que la mano benéfica del
obispo Vasco de Quiroga derramó los gérmenes de la civilización, y que hoy
tienen fama por la excelencia de sus artefactos; mencionaré a Zumpango del Río,
en el estado de Guerrero, pueblecillo pobre y raquítico y enteramente indígena,
en que la permanencia por algunos años de un excelente maestro de escuela
cambió por completo el carácter de los habitantes, transformándolos de aldeanos
cerriles en ciudadanos inteligentes; a casi todos enseñó a leer y a escribir, y
muy bien; a casi todos hizo vestir mejores trajes, y engendró en sus almas
tales aspiraciones, que los hizo figurar, así en los puestos más importantes de
los pueblos, como en los elevados del estado. Esto fue cuando aquella parte del
sur pertenecía aún al Estado de México; pero la escuela de Zumpango quedó tan
bien fundada, que después ella ha sido un seminario de secretarios de
ayuntamiento, de maestros de escuela y de empleados de hacienda.
Esto prueba que no habría más
que mejorar la escuela de los pueblos indígenas, para levantar rápidamente a la
mayoría de la nación, del abatimiento en que se encuentra.
La escuela de las poblaciones
grandes, en que existen las razas mezcladas, tiene otro carácter, y voy a
describirlo. Como allí los descendientes de español, los criollos, han
pretendido siempre obtener la primacía; todo ha conservado el sello de
semejante preferencia con perjuicio de la parte indígena.
Así, las autoridades
generalmente se entresacan de las clases privilegiadas, y la escuela es útil
sólo para la gente de razón.
El edificio es también pobre y
descuidado; pero en el salón se ven ya los pizarrones negros, las muestras de
escritura y de dibujo, y los grandes cartelones para aprender a leer. El
maestro es más culto, tal vez tiene su título de profesor, conoce el sistema
métrico decimal, traduce al francés y puede enseñar varios caracteres de letra.
Además, sus modales son mejores, su traje revela al hombre educado, y su sueldo
varía desde veinticinco hasta sesenta pesos.
También es mal pagado, también
tiene que contemporizar con las preocupaciones de los alcaldes de razón que
suelen ser más bárbaros que los indios; también tiene que llevar amistad con el
cura, que muchas veces es más ignorante que él; también se ve en la dura
necesidad de mimar a los hijos del dueño de tienda, al pimpollo del alcalde, y
que encompadrar con el secretario del ayuntamiento; también, en suma, tiene que
pasar por durísimas pruebas para arraigarse en su destino, y que ir cada día
primero del año a hacer sendas reverencias a los regidores y alcaldes, para que
no lo vean con ojeriza y le escatimen su pobre paga; pero al menos su situación
es mejor, y si se lograra protegerlo eficazmente, se haría de él un hombre
útil.
Por ahora, se ve en la necesidad
de ser frecuentemente el protagonista de escenas enteramente iguales a las que
no ha hecho ver el gran Valero en el precioso cuadro El maestro de escuela, que todo México conoce, y que al través de
la risa que ha producido, ha inspirado, estoy seguro, una sincera compasión
hacia el infeliz dómine, a quien su mala suerte obligó a sufrir las
impertinencias de las viejas, y a mimar a los estúpidos hijos de los alcaldes.
En todas nuestras escuelas de
las poblaciones grandes, puede el que quiera, distinguir desde luego entre los
muchachos, la imbécil figura de Joaquinito
Rodaja, el hijo del factotum del
lugar.
Pero hay que considerar en tales
escuelas dos cosas. Primera: que si en esas poblaciones hay, como es regular,
clases indígenas, éstas no reciben instrucción igual a la que se da a las que
hablan castellano, porque las autoridades no ponen cuidado en ello, ni tienen empeño
en que vaya desapareciendo la distinción de razas, creada por la conquista
respecto de la instrucción. Y segunda: que la lengua es una gran dificultad,
porque no se exige a los maestros que conozcan los idiomas del país, y porque
los textos están todos en castellano. Si se quiere, esto es bueno, porque
tiende a la unidad del idioma; pero es preciso entonces pensar en una cosa
importantísima, y es la de enseñar el castellano a todas las razas, pero con un
empeño tal, que no pueda hallarse un indio que no lo comprenda. Mientras esto
no se verifique, la civilización de la raza indígena será imposible, y nuestra
instrucción popular quedará inferior a la de otras naciones que tienen la
ventaja de poseer la unidad del idioma, aunque modificada en parte por los
dialectos locales.
Así, la gran superioridad de los
Estados Unidos consiste en que allí todo el mundo habla inglés, y la
instrucción primaria se difunde fácilmente. En Alemania sucede lo mismo. La
modificación de lo que podríamos llamar provincialismos,
es insignificante. En Francia ya es más difícil por la diversidad de los
dialectos y aun de las lenguas, pues se habla el vasco en los Pirineos, aunque respecto de
En
Pero ningún país presenta
mayores dificultades que México en esta parte, por el gran número de idiomas
que hablan las razas habitantes de él. Aquí, en un radio de cincuenta leguas,
suele suceder que se hablen diez idiomas, y no hay, para convencerse de ello,
más que consultar las dos magnificas obras escritas por los sabios Don Manuel
Orozco y Berra y Don Francisco de Pimentel, intituladas Geografía de las lenguas y Cuadro descriptivo y comparativo de las
lenguas indígenas de México, para convencerse de ello; o que viajar como
yo, por la mayor parte de los estados, para conocer prácticamente esta verdad.
¿Cómo remediar esto? Tal es la
grande, la sublime tarea que deben desempeñar los gobiernos de los estados,
porque el federal nada podría hacer sobre el particular, si no es en su
distrito de México. Las leyes locales son las que deben proveer a tamaña
necesidad, y eso pronto, si queremos hacer adelantar el país un siglo en veinte
años.
Establecer escuelas normales,
reglamentar sabiamente la instrucción popular, abrir concursos para premiar
libros de texto, establecer sistemas rápidos de enseñanza como en Prusia y los
Estados Unidos, dotar liberalmente las escuelas, aunque se supriman las
superfluidades del lujo oficial, la conservación de tropas, la construcción de
edificios públicos y la existencia de empleados ociosos. Sobre todo, como base
para esa reforma, es preciso, es indispensable antes que todo, prescribir la
enseñanza general del idioma castellano, para lo cual debe exigirse a los
maestros que sepan los idiomas del país, y pagar bien a los ciudadanos que se
dedican a tan noble profesión, libertándolos de la tutela de los curas y de la
dependencia de los ayuntamientos, a cuyo fin puede hacerse compatible la
creación de un fondo local de instrucción pública, pero cuya administración,
como la de rentas, esté a cargo de los empleados del estado y no del municipio.
Parecerá rara esta idea, y
particularmente emitida por mí, tan partidario de la independencia municipal;
pero reflexiónese que en nuestros pueblos aún dominan mil preocupaciones
populares, de que se hacen instrumentos los alcaldes, y que influyendo en el
ánimo del preceptor, se perpetúan en la enseñanza. Ayuntamientos hay, por
ejemplo muy cerca, de aquí y que podía yo designar, que han reprendido a los
maestros, o los han expulsado porque no enseñan la doctrina cristiana, porque
han proscrito la aritmética antigua y porque no usan la palmeta. Ayuntamientos
hay que han prevenido hace pocos días al maestro, que lleve a sus alumnos a
escuchar los sermones y los alabados de los misioneros, de esos gitanos
españoles de sotana, que en vez de ir a predicar el evangelio a las tribus de
la frontera se han dispersado por los pueblos centrales, para hacer una enorme
colecta de dinero, ganado, gallinas y semillas para reconstruir el arruinado
edificio de la codicia clerical.
Ayuntamientos hay, por último,
que no permiten la enseñanza de la geografía, ni comprenden la utilidad de
comprar mapas y esferas para dar a los niños siquiera nociones elementales de
una ciencia, que es ahora una necesidad indispensable de la educación moderna.
Difícilmente se encuentra un
pueblo en que un alcalde ilustrado haga enseñar en la escuela la historia del
país y conocer a los niños quienes fueron los padres de la independencia y cuáles
son los deberes que se tienen para con la patria.
En cuanto a los derechos del
hombre, ni palabra se enseña en la escuela primaria, no sólo en la de pueblo;
pero ni en la de ciudad; y cuidado que es una materia de tal modo
indispensable, que sin ella el niño llegará a la edad de la ciudadanía, y no
será más que el antiguo súbdito del virrey. Sólo que en vez de humillarse ante
el autócrata subdelegado, se dejará atropellar por el alcalde, por el
comandante, por el alcabalero, por el inspector de cuartel, o por el diurno.
Repugnándole su derecho
electoral porque no lo comprende, irá a abdicarlo en las manos del intrigante
de su barrio, del dueño de tienda, del hacendado despótico, o irá a depositar
su voto en la urna, temblando bajo la mirada amenazadora del oficial de
guarnición o del prefecto del distrito.
La iglesia católica, muy hábil
en la propagación de sus doctrinas, y muy activa en esto de favorecer sus
intereses materiales, enseña a los niños, antes que todo, el catecismo, y en
él, como se sabe, los preceptos en
virtud de los cuales se obedece ciegamente al sacerdote, y se paga sin replicar
todo lo que la codicia eclesiástica quiere. Así es que la iglesia no hará
ciudadanos con su enseñanza, ni patriotas, ni hombres virtuosos; pero eso sí,
hace devotos, hace fanáticos furiosos, se atrae el corazón de sus prosélitos
desde niños, y cobra sus rentas tranquilamente sin necesidad de facultad económico-coactiva ni de disgustos con
los contribuyentes.
Cuando había cofradías, las
convocaba, y todos asistían con respeto y con gusto a la elección de
mayordomos, de topiles y de fiscales, y abría sus listas de
suscripción para cualquier mitote
religioso, y se llenaban en el acto. Ahora que no hay cofradías, el cura
cuenta siempre con la docilidad de sus feligreses para cuanto necesita en su
iglesia.
Pero mirad una elección popular
primaria, y os dará tristeza considerar la indiferencia con que los vecinos
ejercen los elevados derechos de la soberanía; convocad una junta para tratar
de graves asuntos políticos, y pocos querrán comprometerse.
Sólo en las grandes ciudades
pueden vivir algunos días los clubes, sólo las elecciones secundarias presentan
alguna animación, y eso porque los que en ellas figuran son los que están
llamados a desempeñar los altos puestos de la administración.
Y este tedio y esta indiferencia
en las horas más importantes de la vida de un pueblo republicano, no tienen
otro origen que la ignorancia, que la oscuridad completa en que se hallan las
clases populares acerca de la importancia de sus derechos y de su grandeza.
Instruid a un pueblo de indios,
que comprenda que de su seno puede salir el diputado que alzará la voz en la
legislatura para favorecer los intereses de su raza, o el magistrado que la
protegerá en el poder ejecutivo, o el juez que no tratará al indio como bestia
condenada a las torturas del presidio o de la mina, y ya veréis como ese
pueblo, en día de elecciones, se agita, se conmueve, habla, discute y escoge
para representarlo a uno de sus hijos, el más hábil, el más honrado y el de
espíritu más altivo, para no dejarse subyugar por los poderosos.
Instruir al proletario, al
artesano; que sepan que pueden empuñar con su mano callosa el bastón de la
autoridad, o que pueden, dejando por algunas horas el mandil, ir a sentarse en
una curul de
He aquí los prodigios que obra
la escuela. Tan cierto es esto, que todo el mundo hoy conviene en que el
movimiento electoral es inusitado, en que el pueblo va despertando y tomando interés
en las grandes cuestiones públicas. Pues bien; es cierto, y los demócratas lo
vemos con placer.
Pero si buscamos las causas, las
hallaremos en el progreso notable que ha habido en este cuatrienio en la
enseñanza popular, bajo sus cien formas. Las escuelas primarias, las de
adultos, los colegios, las reuniones de enseñanza mutua, los periódicos, los
pequeños libros de historia, los jurados, las asociaciones de artesanos, las
fiestas cívicas, hasta ciertas novelas históricas muy desdeñadas por los rígidos
censores y por la gente de tono, que no han comprendido su intención, que era
la de hacer penetrar por donde quiera, con las galas del cuento, las doctrinas
del patriotismo, todo ha contribuido a despertar a las masas y a hacerlas tomar
interés en las cuestiones nacionales.
¡Y esto cuando la instrucción
popular presenta el estado que estoy describiendo con todos los colores de la
realidad! ¿Qué sería, pues, si se hubieran disipado enteramente las tinieblas
que aún envuelven el espíritu de cinco millones de habitantes?
Imitemos a la iglesia en el
sistema de propaganda; hagamos trabajar a las prensas con la impresión de
millares de libros, de carteles y de folletos, baratísimos, regalados,
atractivos, y que la multitud devore con ansiedad y con placer; envíen los
gobiernos de los estados numerosos misioneros con el nombre de visitadores de
escuelas, por todas partes; elévese el magisterio profesional con el incentivo
de grandes recompensas; descuídense las funciones religiosas, y cuídese la
escuela, que éste no es el tiempo de la devoción, sino el de la ciencia y el
del progreso material; enséñese la religión de la patria y el catecismo de la
libertad; prepárese el terreno con la enseñanza del idioma castellano; eríjanse
altares a los sabios de la escuela; tribútense oraciones a los que triunfen de
la ignorancia, y la felicidad de México está hecha.
De este modo la escuela de
pueblo no será una cárcel, sino un arsenal de gloria, y el campo y la ciudad se
darán la mano en los trabajos grandiosos del patriotismo.
Sin querer he dado a mi bosquejo
la escuela del campo una extensión que no quería. Es que el asunto se presta a
inmensas consideraciones; que ha sido descuidado por nuestros escritores, y que
merece fijar la atención de los gobiernos como un objeto de importancia vital.
¡Ojalá que con éstas líneas logre yo hacer que los legisladores de los estados
fijen en la escuela popular, y particularmente en la del campo, su mirada más
reflexiva.
El maestro de
escuela.
Lo que son los curas de pueblo.
A fines del año de 1863 me
dirigía a la ciudad de San Luís Potosí, donde estaba a la sazón el gobierno de
Para no tocar puntos ocupados
por los invasores, tuve que dar rodeos larguísimos, y en uno de éstos,
atravesando un estado de cuyo nombre no quiero acordarme, llegué un día a un
pueblo de indígenas, bastante numeroso.
El alcalde del lugar, deseando
proporcionarme un rato de conversación agradable, vino a buscarme a mi
alojamiento, en unión del cura; y éste me invito a pasar a su casa para
presentarme a su familia, ver sus libros y hablar conmigo acerca de las cosas
políticas.
Era el cura un sujeto parecido
en moral a todos los de su especie; pero en lo físico, era robusto, de mediana
talla, regordete, colorado y de carácter alegre y decidor.
Llegamos al curato, que era
evidentemente la mejor casa del pueblo, y que ofrecía todas las comodidades apetecibles,
que en vano se habrían buscado en las casas pobres de los indígenas.
Grandes y decentes
departamentos, un gran patio con jardín y agua, caballerizas, pesebres, en
donde el digno eclesiástico encerraba sus vacas y borregos, que eran muchos,
gran cocina donde trabajaba una crecida servidumbre de molenderas, cocineras, galopinas
y topiles, la cual servidumbre era
dada por el pueblo, según las costumbres tradicionales. Por último, el señor
cura me enseñó sus piezas que eran tres: la despensa, donde además de otras
cosas, había un rico surtido de vinos extranjeros y del país, el oratorio donde
tenía una virgencita en un altar coqueto, y su despacho donde había un estante
con algunos libros vulgares de teología moral, historia eclesiástica, cánones,
y sermones, juntamente con algunas de las más bonitas novelas de Pablo de Kock,
que él se apresuró a ocultarme cuando iba yo a examinarlas. Además, allí estaba
la mesa con su carpeta verde, sus tinteros, sus papeles y cuadernos de badana
roja, su crucifijo de metal y su breviario negro. En las paredes había colgados
algunos cuadros de santos y una gran disciplina de alambre con la cual
(suponían los feligreses) que el buen cura se mortificaba en el silencio de la
noche.
-
He
aquí - me dijo -, el lugar donde paso algunas horas entregado al estudio,
cuando me lo permiten las constantes y arduas fatigas de mi penoso ministerio.
¡Ay, amigo mío!, ¡Y que rudo es el trabajo de un pastor de almas,
particularmente en estos pueblos! Y sobre todo, ¡Que vida!, ¡Que vida! Pero
tome usted asiento; que voy a ofrecerle a usted una copita de algo; ¿Qué quiere
usted? Me veo obligado a tener siempre un surtido de algunas cosas indispensables para hacer más
agradable la vida, y para poder obsequiar a
los que pasan por aquí. Luego presentaré a usted a las únicas personas
que me acompañan en este destierro, y que me asisten en mis enfermedades y me
consuelan en mis cuitas.
-
El
cura fue a su bodega y volvió con una botella de cognac viejo, y otra de rico jerez, que se apresuró a destapar. Un
momento después se presentó una criada joven graciosísima, de ojos bailadores y
de dientes de perlas, vestida con sus enaguas de muselina, su camisa de olanes,
y la correspondiente mascada de la india cruzada sobre el pecho. Esta criadita
traía copas, vasos de agua, y un frasco de oloroso barro, todo lo cual depositó
en la mesa, y aguardó con los ojos bajos las órdenes del ministro del Señor.
-
Éste
le dijo:
-
Oye,
Paulinita, deja eso allí y vete a decir a doña Lucesita y a doña Teresita, que
vengan, que voy a presentarles a un señor diputado que ha venido por acá de transeúnte,
y que desea conocerlas: corre, mi alma, vete.
-
La
criadita salió, y apenas el cura había servido tres copas para él, para el
alcalde, y para mí, cuando aparecieron dos hermosas muchachas morenas, de ojos
negros y grandes, lindas como un sol, y ligeras como corzas. Una de ellas se
hallaba en estado interesante. La otra parecía más joven, y tenía un semblante
tan bonito como picaresco.
-
Aquí
tiene usted señor diputado – me dijo -, a estas caras prendas de mi alma, a
estos tesoros de virtud que tienen la resignación de hacerme compañía en este
destierro. Son dos sobrinas mías, hijas de una hermana que murió hace tiempo.
-
Ésta
– añadió, señalando a la mayor que tenía preciosos lunarcitos en la barba – es
casada; pero su marido anda en la campaña, la pobrecita no ha tenido más
refugio que yo que la he recogido con sus dos chiquitos y el que está por
venir. Vamos, no te ruborices tonta, que eso es muy cierto, y no tiene nada de
particular. ¡Pobre Lucesita! Es un ángel, véala usted.
-
Ésta
otra, es Teresita su hermana, inocente como una paloma, y que comulga todos los
días. El Señor la ha puesto en mis manos para salvarla de los peligros a que su
hermosura y su candor la exponían en ese mundo pícaro en que iba a quedar
abandonada.
-
Las
muchachas estaban coloradas como amapolas, y decían tartamudeando.
-
¡Ah,
qué padre! ¡Jesús!... ¡Que vergüenza!
-
Yo,
en unión del gravedoso alcalde indígena, bebí a su salud, y el curita les paso
su copa para que probaran el jerez, lo que ellas hicieron mortificadas. Pero
tranquilizándose a poco, sentáronse, y el cura, llamando a un topile, le mando que fuera a decir al
preceptor que cerrara la escuela, y que viniese a acompañar a las niñas con la
guitarra.
-
Cantan
estas niñas, señor, cantan y tienen una voz no maleja; sólo que no saben
acompañarse, y es preciso que el maestro de escuela, que es un infeliz que no
sabe nada, pero que rasga un poco la guitarra, las acompañe.
-
Pero,
padre – exclamaron las chicas - ¿Qué va a decir el señor de nosotras? Él, que
ha estado en México, que habrá oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que
le cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!... ¡ha hecho un frío!...
-
Yo
dije lo que dice cualquier tonto en casos semejantes, y ellas, cada vez más
animadas, comenzaron a hacerme preguntas sobre México, en donde nunca habían
estado; distinguiéndose por su curiosidad la que comulgaba diariamente. Las
copitas de jerez se menudearon, la conversación se animó, el curita, que era
bellaquísimo, salpicó la platica con algunas chanzonetas dirigidas a sus
sobrinas, a fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y fueran aprendiendo a
tratar con las gentes civilizadas; y hasta el alcalde, que había guardado un
respetuoso silencio y permanecía encogido en una silla, con la enorme vara de
la justicia en las manos, se atrevió a decir no sé que brutalidad.
-
En
esto oímos la gritería de los muchachos, que esclamando en coro: ¡ave María purísima! Salían de la escuela, dispersándose a carrera
abierta por la placita y por las calles.
-
A
poco llegó el maestro de escuela, con el sombrero quitado y cruzando los brazos
humildemente.
Lo que son los
maestros de pueblo
Al ver a este hombre, se me
oprimió el corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de la angustia, en medio de aquella reunión
alegre.
Era el maestro un hombre como de
cuarenta años, flaco, moreno, de ojos hundidos pero inteligentes,
miserablemente vestido y trémulo.
-
Buenas
tardes, señor cura; buenas tardes, niñas; buenas tardes, señor alcalde – dijo -,
y después de este triple saludo, apenas pudo dirigirme una mirada de extrañeza.
-
Buenas
tardes, don José María – respondió el eclesiástico -: vamos, hombre, hoy lo libertamos a usted del
trabajo, y acompañará usted con la vihuela a las niñas, para que las oiga
cantar este señor, que es un diputado que va a San Luís Potosí. Pero tome usted
antes esta copita, es un vino muy bueno que quizá no habrá usted probado nunca.
-
El
maestro se negó humildemente.
-
Pero
¿por qué, hombre? Vamos: no sea usted tonto.
-
Señor
– repuso el infeliz -, tengo miedo de que me trastorne la cabeza; no he comido.
-
¿No
ha comido usted? ¿tan tarde? Pero habrá usted almorzado…
-
Tampoco
señor cura: aquí está el señor alcalde que puede decírselo a usted; no pudo
darme nada, y mi familia tampoco pudo conseguir; nadie quiere prestarnos en el
pueblo… ¡debemos ya tanto… que no nos es posible conseguir ni un grano de maíz!
-
Bien,
bien, hombre – dijo el cura medio corrido -, basta: pero, ¿por qué no me ha
dicho usted nada, o a las niñas?
-
Señor,
estaba usted fuera, y yo me atreví a pedir a la niña doña Teresita, pero me
dijo que no les era posible, ni a doña Lucesita, que estaba usted muy pobre, y…
-
¡Ah
que don José María – exclamó la comulgadora -, con lo que va saliendo… ¿qué
dirá el señor?
-
Pero,
señor alcalde, ¿no es posible que este hombre tenga su sueldo pagado
cumplidamente? – preguntó el cura medio enojado.
-
Siñor
cura – respondió el alcalde levantándose -, había ya un poquito de dinerito del
pueblo, pero su mercé mandó que lo diéramos para la función del martes, y no
quedó nada, siñor cura, nada.
-
¡Bah!,
¡bah! Siempre salen ustedes con eso. Es preciso conocer a estos indios, señor
diputado (el cura se permitía olvidar que yo era indio también) para saber a
que atenerse. ¡son más agarrados!... siempre están llorándose pobres, y por una
bicoca que dan a la iglesia y a sus pobres ministros, ya tienen disculpa para
faltar a sus otros deberes. A este pobre maestro lo matan de hambre
verdaderamente, porque figúrese usted: tiene su mujer, cuatro hijos, una madre
vieja, ¡y no cuenta con más sueldo que quince pesos al mes! También es una
barbaridad meterse así a maestro de escuela; un hombre que tiene tanta familia,
debe tomar otro oficio, y procurarse un modo de vivir mejor. Sobre todo, que
dejen a estos indios, que ni quieren aprender nada, ni pagar a sus preceptores,
ni aprovechan tampoco. Vea usted, hace más de cuarenta años que están pagando
una escuela, y ninguno de ellos sabe leer.
-
Y
¿Cuántos habitantes tiene este pueblo? – pregunté.
-
Tendrá
unos tres mil, con las cuadrillas cercanas – contestó el cura.
-
Es
grande – dije.
-
Sí,
señor, es grande – añadió el preceptor -: concurren a la escuela regularmente
de doscientos a trescientos niños.
-
¡Un
número bastante crecido! Y ¿aprenden a leer y a escribir?
-
A
leer, muy pocos, sólo los que tienen Silabarios
y catones; a escribir menos, porque como no me dan papel, ni tinta, ni
plumas, nada puedo hacer; a los demás, les enseño sólo el catecismo del padre
Ripalda.
-
Con
eso es más que suficiente – interrumpió el cura -. Éstos son unos animales, que
ni aprenden bien, ni sacarían provecho de la lectura, ni la escritura.
-
Sin
embargo, señor – dijo el maestro -, tienen muy buenas disposiciones, hay
algunos niños muy vivos, y que aprenden muy pronto; pero como no hay libros.
-
En
fin, tenga usted, don José María, ese peso, vaya usted a dar el gasto y a
comer, y luego viene usted acá. Señor alcalde, usted me pagará después este
dinero.
-
El
maestro recibió su moneda y se fue corriendo a su casa. El cura quedó taciturno
y colérico, el alcalde lo miraba con temor, y tenía ganas de retirarse.
-
Yo
puse fin a esa situación embarazosa, llamando a uno de mis mozos, muchacho
alegre y que tocaba bastante bien el arpa y la guitarra, que cantaba malagueñas y zambas, con mucho sentido,
y cuyos talentos musicales dieron asunto a Riva Palacio más de una vez para sus
romances de costumbre.
-
Mi
mozo se apresuró a obedecer, templó la guitarra y acompañó a Lucesita y a
Teresita, que olvidando el incidente desagradable del maestro, se pusieron a
cantar con voz fresca, aunque un poco afectada como hacen generalmente las
payitas, una multitud de canciones cuyos versos se encarga la casa de Murguía
de refaccionar cada año, y de dispersar por toda
-
Así
cantando y tomando copas de jerez, nos estuvimos, hasta que en el campanario
del pueblo sonaron las oraciones, que consisten generalmente, primero en siete
campanadas, y luego en un repique que ensordece.
-
Entonces
comenzaron a brillar las luces en todo el pueblo. Paulita, la criada, trajo dos
velas encendidas que puso sobre la mesa, rezando la consabida fórmula: alabado sea el santísimo, etcétera, los
cantos se interrumpieron por un instante, porque el señor cura rezó la salutación, acompañándolo las muchachas
y el alcalde, después de lo cual la conversación volvió a animarse.
-
A
poco llegó la hora de cenar: Lucesita y Teresita fueron a disponer la mesa; el
cura me invitó, yo acepté solamente el dulce, porque había comido tarde, y el
alcalde fue a dar una vuelta a la cocina, para ver en que era útil.
Patriotismo de los
curas
Pasamos al comedor y tomamos
asiento. El cura se acomodó junto a Lucesita, yo tuve el gusto de ver a mi lado
a Teresita y al otro al niño más grande de Lucesita, que se parecía muchísimo
al digno sacerdote, cosa nada extraña, puesto que eran parientes. En cuanto al
niño más chico, Lucesita dijo que estaba ya durmiendo.
-
¡Pobres
huerfanitos! – dijo el cura acariciando al que se hallaba en la mesa - ¿Qué
sería de ellos sin mí?
Describir la cena, es inútil. Se
sabe en México y en todos los países católicos, lo que es una comida de cura.
Suculentos asados de carnero y de gallina, estofados, chiles rellenos, pescados
de río, magnificas legumbres, ensaladas, queso olorosísimo, y en cuanto a
frutas, más de las que tomamos en México en diciembre; jícamas, plátanos,
naranjas, chirimoyas, higos y nueces. Después dos o tres dulces de leche y de
frutas.
El digno alcalde había estado
trayendo las fuentes con los manjares, en unión de los topiles, así como las
tortillas calientes que gustaban mucho al señor cura.
Se me olvidaba decir que el
pobre maestro, que había llegado al principiarse la cena, se mantenía
acurrucado en un rincón fijando sus ojos tristes en aquel opulento festín, con
que el cura se regalaba diariamente: mientras que él, sus hijos, su mujer y
madre, enflaquecidos, apenas podían llevar a la boca una tortilla y un poco de
arroz o frijoles.
Luego, cuando el cura después de
comer, de saborear el café con su copa de coñac y de encender su puro, se puso
expansivo y alegre, invitó a tomar dulce al pobre maestro, el cual rehusó con
timidez.
Yo comprendí que entre el
eclesiástico y el preceptor no reinaba la mejor armonía, y lo atribuí
naturalmente a ese dominio tiránico que el cura quería ejercer y ejercía en
efecto, sobre el pobre diablo.
Las chicas se retiraron por un
momento, y entonces quedamos solos, el cura, el maestro y yo, en la mesa.
Entonces el eclesiástico comenzó a hablar de política.
-
A
todo esto – dijo -, y por el deseo que tenía yo de distraer a usted, señor
diputado, me había olvidado de preguntarle, ¿Qué hay de nuevo?
-
Yo
respondí entonces lo que sabía; díjele cómo el ejército francés, según
informes, habiendo concluido ya la mala estación, comenzaba a moverse para
salir del centro a los estados; le comuniqué las noticias que tenía acerca de
nuestras tropas del interior, acerca de nuestro gobierno residente en San Luís,
le hablé indignado acerca de las bajezas que cometían los malos mexicanos que
ayudaban a los franceses en su obra inicua de invasión y piratería, dije pestes
de los bribones de la regencia, sin contenerme porque uno de ellos fuera
arzobispo, hablé de la resolución incontrastable que teníamos los republicanos
de luchar sin descanso en defensa de la patria, dije, en fin, todo lo que había
que decir en aquellos instantes y con la fogosidad propia de mi carácter. El
maestro me escuchaba satisfecho y conmovido.
-
Pero
el cura, arrojando a bocanadas el humo de su puro, sonriendo con incredulidad y
moviendo la cabeza, me dijo con lentitud y aplomo.
-
Señor
diputado, usted parece de genio fogoso: es usted joven y no tiene experiencia,
ni ve las cosas a sangre fría. Usted, además, profesa ideas exaltadas, y es
natural que sus sentimientos se sobrepongan hoy a la voz poderosa de la razón.
Yo veo las cosas de otro modo. ¿Se incomodará usted si le digo mi modo de
pensar?
-
De
ningún modo, usted puede decir lo que guste; pero ya conoce mis ideas respecto
de patriotismo.
-
Sí;
pero me permitirá usted decirle que es un patriotismo indiscreto. De todo lo
que usted me ha dicho, y de todo que sé, deduzco lo siguiente. Ustedes están
perdidos,
-
Yo
no pude seguir escuchando con calma, y después de decir al cura que esos
prelados eran unos traidores infames, y que aquella manera de hablar no parecía
digna de un mexicano, manifesté al cura que había contenido mi cólera al estar
oyéndole, pero que sentía agotada mi paciencia y que me retiraba sintiendo sólo
haber estado algunos instantes en compañía de un hombre sin patriotismo y sin
virtudes.
-
El
cura me contestó entre confuso y alarmado.
-
Señor,
yo no soy más que un cura, no debo mezclarme en cuestiones políticas, sino sólo
en el cuidado de las almas. Mi soberano está en Roma, y mi patria está en el
cielo. Así, pues, yo no hago más que echar una leve ojeada sobre este mundo de
miserias.
-
Adiós,
señor cura – le dije tomando mi sombrero -; no debo estar un momento más aquí;
salude usted a las señoritas, y guárdese usted de predicar a su pueblo esas
doctrinas criminales, porque no siempre ha de tener usted la fortuna de ser
escuchado pacientemente.
Patriotismo de los
maestros.
Me retiré a mi alojamiento
profundamente disgustado. En el camino observé, a pesar de la oscuridad, que un
hombre me seguía.
Era el pobre maestro de escuela.
Lo esperé, y luego que estuvimos
juntos me dijo:
-
Señor
diputado, comprendo la indignación de usted. No se puede oír hablar de tal modo
sin que el corazón se subleve. Pero así son todos los curas. Figúrese usted
cuánto tendré que sufrir aquí con un hombre semejante.
-
Yo
soy un pobre maestro de escuela; como usted supondrá, no soy de aquí; pero la
necesidad y el haber adoptado la profesión de mi bueno y pobre padre, que
también era preceptor, me han obligado a buscar mi subsistencia enseñando
muchachos.
-
No
crea usted que sea yo bastante atrasado para merecer mi posición de hoy. Tengo
algunos conocimientos mayores de los que se necesitan para estar aquí; pero en
las ciudades, los destinos están ocupados, y además, cuando ví la convocatoria
para llenar la plaza de preceptor de este pueblo cuyo censo conocía ya, creí que
era un buen destino, que sería yo pagado regularmente, para poder mantener a mi
madre, a mi esposa y mis hijos.
-
Me
equivoqué, y hace dos años que sufro aquí tormentos indecibles. Jamás me pagan
con puntualidad, me deben ya cuatro meses, y usted lo ve, me muero de hambre,
mi familia no puede salir a la calle porque está desnuda, mi madre se muere, y
mis hijos no tienen fuerzas ni para estudiar.
-
Aquí
todo lo que los pobres indígenas pueden dar, es para el cura y para las
funciones de iglesia. Yo no culpo a los indígenas, cuya ignorancia no ha podido
remediarse. Yo culpo a los curas que los mantienen en ella para sacar provecho.
Ya usted ve qué vida pasa el cura con sus queridas e hijos. Vive en una casa
amplia y cómoda, mientras que la escuela es de paja y se está cayendo. Tiene
una servidumbre numerosa que el pueblo le da, turnándose en la cocina y en los
quehaceres de la casa las mozas más robustas y los mancebos más trabajadores,
que los alcaldes envían por semanas. No contento con eso es inflexible en el
cobro de los derechos parroquiales, de las misas, etcétera, etcétera, y el
milagroso señor que tenemos en la iglesia, es una casa de moneda para el
insaciable sacerdote.
-
He
querido enseñar a los niños a leer por un sistema económico y que ahorra el
gasto de libros; pero él se opone, como usted ve, alegando la rudeza de los
indios. Los alcaldes lo respetan, le temen, y no se atreven a contrariarlo.
Resultado: que usted me ve humillado siempre, obligado a acompañar con la
guitarra a las picaruelas compañeras de sus alegrías y a sujetarme siempre a
sus caprichos, so pena de morir apedreado aquí por los indios azuzados por él.
Y no lo dude usted, señor, así están todos los pueblos.
-
Pero
ahora si, no quiero sufrir más. Ya hace días que el cura está predicando contra
-
Abracé
conmovido a aquel noble hombre, le ofrecí lo que necesitaba para trasladarse,
que era bien poco, y le prometí hacer por él cuanto fuera posible.
-
El
pobre maestro lloraba, y no sabía que hacer para manifestarme su
agradecimiento.
-
Lo
único que siento – añadió -, es dejar a mis discípulos, a mis pobres inditos,
tan buenos, tan hábiles, tan aplicados, y que lloran al verme hambriento y
roto. ¡Oh! Usted no sabe cuán bueno es el corazón de estos niños indígenas, y
cuán bella su alma, y cuán dispuesta para recibir las santas semillas de la
instrucción. Si
Lo que ha hecho
Pero
Verdad es: que algunos
gobernadores generosos y sinceramente demócratas, han emprendido el apostolado
de la enseñanza popular con verdadero entusiasmo. Son pocos ¡ay! Muy pocos, y
sus nombres cabrían en una de estas líneas.
A la cabeza de estos dignos
republicanos, debe la justicia histórica colocar al joven y esclarecido general
Corona, que sin ostentación, sin ruido y sin más mira que la de probar con
hechos su amor acendrado al pueblo, se ha declarado el protector de la
instrucción pública en occidente, ha abierto escuelas, las ha dotado, ha comprado
libros de texto liberales y ha echado los cimientos de una sólida enseñanza en
aquellos apartados pueblos. También son dignos de mención, el general Arce,
gobernador de Guerrero, que procuró antes que verse envuelto en las
complicaciones que han surgido allí por desgracia, establecer en los pueblos
desgraciados del sur, la instrucción popular, como nunca se había visto. El
modesto ciudadano Lira y Ortega, gobernador de Tlaxcala, ha hecho también, en
su pequeño y pacífico estado, grandes esfuerzos. El general Félix Díaz se ha
mostrado igualmente activo en Oaxaca respecto de la instrucción pública.
Pero hay gobernadores que tienen
manía de construir edificios de lujo, y que son inútiles si falta la
instrucción popular, a estos gobernadores hay que recordarles aquellas palabras
de Víctor Hugo hablando del libro y del edificio: esto matará aquello, es decir: la instrucción será la fuerza; no el
palacio.
Otros gobernadores, no
comprendiendo el espíritu eminentemente civil de nuestras instituciones, quieren
convertir su estado en cuartel, y sólo piensan en organizar tropita, en vestir
oficiales y en crear pretorianos holgazanes, que no pueden ser más que tiranos
en los pueblos agrícolas, mineros e industriales.
Otros, en fin, se sumergen en
las ondas de arena del marasmo, de la dejadez, y para nada se acuerdan del
pueblo infeliz. Pero los más culpables son los que hacen transacciones con las
ideas antiguas, los que tienen miedo a la escuela laica, los que rebeldes a las
leyes de Reforma, no quieren comprender que el estado no tiene religión, ni
debe tenerla: que por lo mismo, no deben permitir la enseñanza de ella en sus
escuelas, porque esto sería hacer imposible la libertad de cultos. Estos
gobernadores, transigiendo con escrúpulos de vieja, y sobre todo, con
exigencias de nuestros eternos enemigos, previenen la enseñanza del catecismo
de Ripalda, o al menos no vigilan que se prescriba, no procuran la
independencia del maestro de escuela respecto del cura, y no introducen las
reformas indicadas en la ley; pero cuyo desarrollo pertenece al legislador
local.
Los profesores de
la ciudad.
En México, por ejemplo, los
profesores son buenos, y además de reunir un buen caudal de conocimientos, se
muestran laboriosos en sus tareas, y resignados con la triste posición en que
se les tiene. Porque, confesémoslo, están pagados mal, muy mal.
Hay además aquí una cosa
notable, y es: que las señoritas que se dedican al profesorado, se han
distinguido en los últimos años por su capacidad para tan importante
magisterio. Eso explica el por qué en los Estados Unidos, en
La sociedad Lancasteriana es un
seminario de buenos profesores. El municipio, particularmente, en los dos
últimos años en que los regidores de instrucción pública han sido los
ciudadanos Baranda y Bustamante, ha autorizado también a numerosos profesores,
estimulándolos con menciones honrosas.
Pero falta algo: falta
Las hermanas de la
caridad – los Jesuitas.
Todavía hay quienes crean que
los Jesuitas son aptos para dirigir las escuelas republicanas: todavía hay
quienes las confíen a las Hermanas de
La escuela confiada al clero, es
propia sólo de las monarquías absolutas. En una República, tal instrucción es
un contrasentido y un peligro constante. La educación dirigida por el
sacerdote, es una añeja monstruosidad heredada de los chinos y de los egipcios,
y aprovechada por la teocracia hasta el siglo XVI en algunos países de Europa,
hasta el siglo XIX en México: ¡qué vergüenza!
Si: la tolerancia de cultos
establecida ya, no puede permitir eso,
Desde el momento en que el
estado interviene en una escuela, la religión y el sacerdote o sacerdotisa
deben salir por la otra puerta. De otra manera, borremos con mano indignada los
santos principios conquistados por
¡Las hermanas de la caridad!
Dejemos a los conservadores y a los clérigos que ensalcen su utilidad, y
encojámonos de hombros. Nosotros no debemos hacer coro a semejantes doctrinas.
Para nosotros, la hermana de la
caridad es una infeliz mujer llena de ignorancia y de preocupaciones, manejadas
por un jesuita ambicioso, y que es absolutamente inútil para la enseñanza.
Apelamos a las pruebas de bulto. Que sostenga, no digo una escuela de provincia
dirigida por hermanas de la caridad, sino la casa central de México, una
oposición con la última de las escuelas municipales o Lancasterianas, y nos
daremos por vencidos, si la escuela religiosa vence.
Pero, ¡qué van a enseñar esas
pobres mujeres alucinadas e histéricas! Lo que ellas enseñan es una devoción
tan inútil como estúpida; lo que ellas enseñan, es la esclavitud mujeril, la
abyección, el odio a la libertad que va perpetuando la generación de mujeres
sin patriotismo, la indiferencia a la libertad, todas esas doctrinas malsanas,
oscuras, innobles, que nacen en el claustro, en las frías naves de la capilla,
en los extravíos del misticismo corruptor, en las peligrosas intimidades del
confesionario, y en las lecturas banales de los librillos que vienen de la casa
central de París.
En esos conventos, que tenemos
la tolerancia de sufrir, aun cuando han invocado la protección del ex emperador
de los franceses; hay, como en los pantanos, algas dañosas para el espíritu de
las niñas, y un foco de aversión a las ideas de patria y libertad.
Y no hay aquí exageración ni
espíritu de partido. Jamás había yo escrito contra las hermanas de la caridad;
pero yo las estudiaba, las seguía de mil maneras, he interrogado a sus alumnas,
he recibido la confidencia de algunas familias, y sobre todo, he analizado la
institución, su objeto, su organismo, sus medios: y no vacilo en creerlas
peligrosas, mucho más hoy, que se les ha concedido ciertas preeminencias en la
instrucción pública.
¡Por Dios! ¿Hay tan pocas
mujeres dignas en México, que tengamos que acudir para la dirección de nuestra
juventud, a estas misioneras de los jesuitas franceses y españoles?
Acépteselas, si se quiere, en
los hospitales; yo, aun allí les disputaría su utilidad, y conmigo estarían
casi todos los profesores de México, es decir, aquellos que no ocultan sus
convicciones tras de una máscara hipócrita, con la cual se captan el cariño de
una clientela aristocrática y devota. Acépteselas allí para que disputen con
los médicos, ellas que han salido muchas veces de la cocina de España o de la
granja de Francia, para vestir el hábito; acépteselas para que mortifiquen a la
infeliz mujer, cuyas faltas la hacen más digna de indulgencia que de severidad;
para que recen el rosario a los pobres enfermos, deseosos de paz y de silencio;
para que so pretexto de consagración a la humanidad doliente, sean alcancías
ambulantes de un directorio que está en el extranjero… sí, aceptémoslas; pero
cerrarles la puerta de la escuela republicana, de la escuela del estado, no
sólo es conveniente; es un deber sagrado.
Que me perdone mi respetable
amigo el señor don Mariano Riva Palacio, gobernador del Estado de México, si he
podido ofenderle en las anteriores palabras. No ha sido tal mi intención, y lo
respeto y lo estimo mucho para atreverme a ello. Yo establezco en tesis general
mis ideas, y guardián celoso del espíritu de
Por lo demás, el señor Riva
Palacio no ha hecho, al confiar la dirección de un colegio de señoritas a las
Hermanas de
Está bueno: sólo es de sentirse
que el gobernante republicano no haya podido separar su carácter público de su
carácter privado al autorizar semejante acto, y también es de sentirse que el
colegio se haya levantado en un edificio de
Cómo debe ser el
maestro de escuela popular.
Elevar al profesor, es
evidentemente engrandecer la escuela. En vano se dotaría a ésta
espléndidamente, si había de dejarse al preceptor en la posición azarosa que ha
tenido hasta aquí.
Y puesto que se reconoce que el
magisterio de la enseñanza pública es de una importancia vital para el progreso
de las naciones, es preciso levantarlo al rango de las profesiones más
ilustres, y eso se hace de dos maneras: exigiendo en el maestro una suma de
conocimientos digna de su misión, y dando atractivo a ésta con el estímulo de
grandes recompensas y honores.
Cuando el maestro de escuela
sepa que va a ser pagado como el juez de letras, como el prefecto de distrito,
como el ingeniero o como el general, y que el estado lo ha de condecorar como a
los ciudadanos más distinguidos, entonces veremos precipitarse a la juventud en
la carrera del profesorado, y brillar el talento en la escuela; como brilla en
la academia y en el parlamento, con la nueva y poderosa luz de la gloria.
¿Y por qué no ha de ser así? ¡Es
tan sublime la misión de enseñar a los niños!
Martín Lucero, el gran
reformador de la educación en Alemania, decía las siguientes palabras:
“Todo el oro del mundo no sería suficiente
para pagar los cuidados de un buen profesor”. Tal es el parecer de Aristóteles,
y sin embargo, entre nosotros que nos llamamos cristianos, el preceptor es
desdeñado. En cuanto a mí, si Dios me alejase de las funciones pastorales, no
hay empleo sobre tierra que yo ejerciese con más gusto, que el de preceptor;
porque después de la obra del pastor, no hay ninguna más bella, ni más
importante que la del preceptor. Y todavía vacilo en dar la preferencia a la
primera; porque, ¿No es cierto que se logra convertir a viejos pecadores, más
difícilmente que hacer entrar a los niños en el buen camino?
Es necesario independizar al
preceptor de toda tutela, particularmente en el campo, y sólo ejercer sobre él
la inspección conveniente, como es natural, cuyo encargo debe cometerse al
municipio o al visitador de escuelas.
De esta manera se logrará darle
dignidad, y hacerlo más respetable todavía en los pueblos, porque esta
respetabilidad le viene más que de sus conocimientos, de su independencia. Así
dice con razón Edgar Quinet:
“¡Cuántas veces me ha sucedido, admirar el
sentimiento de respeto que en la más humilde cabaña se tiene al maestro de
escuela, porque no es ni el servidor del sacerdote, ni su rival; es su colega,
su socio”.
Sobre todo, es indispensable más
que nada, hacerle comprender que su misión no es religiosa, que sus ideas
morales no deben fundarse en la estrecha base de una religión cualquiera, sino
que tienen que abrazar una esfera amplísima. Él va a enseñar el dogma del
ciudadano; no cultos, no liturgias, no preceptos sacerdotales. “El preceptor
tiene un dogma más universal; porque habla a un tiempo al católico, al
protestante, al judío, y los hace entrar en una misma comunión civil”. Estas
palabras del sabio Quinet, son justamente aplicables a nuestro modo de ser
actual.
Si se hubiesen tenido presentes por
los gobiernos o los ayuntamientos, no tendríamos ya que lamentar, como
lamentamos todos los días, los conflictos a que da lugar, a veces, la
preocupación de un pueblo ignorante, y otras la indiscreta oficiosidad de un
preceptor antiliberal.
Que conozca a fondo la historia
patria, que comprenda el espíritu de las instituciones democráticas: esto es
claro que debe pedírsele con rigurosa exigencia. Lo contrario ha hecho que los
maestros hasta aquí hayan educado cuando más, buenos lectores, buenos escribientes,
buenos tenedores de libros o gramáticos: pero ningún ciudadano, ningún
patriota.
De manera que, recapitulando y
sirviéndonos de norma las disposiciones que rigen en Suiza, en Alemania y en
los Estados Unidos, nos atrevemos a indicar a los legisladores y a los
ayuntamientos, el siguiente programa de estudios de
Lectura, escritura, aritmética, gramática
elemental, moral, historia política de México, derecho constitucional,
geografía elemental, nociones de botánica y zoología, dibujo y música. Los
idiomas constituyen un adorno, y se considerarán de preferencia al inglés y el
alemán al francés.
[…]
Bibliografía.
·
Concepción
Jiménez Alarcón (comp.), Obras completas XV. Escritos sobre educación, t. I,
México, CNCA, 1989, pp. 60-78. [publicado por primera vez en “Bosquejos”,
columna escrita por Altamirano para el Federalista, 30 de enero de 1871; las
cursivas son del original. N. del ed.]
·
Michelet,
“Nuestros hijos”, lib. V, cap. V, de la escuela como propaganda civica.
·
Concepción
Jiménez Alarcón (comp.), Obras completas XV. Escritos sobre educación, t. I,
México CNCA, 1989, pp. 94-114. [publicado por primera vez en “Bosquejos”,
columna escrita por Altamirano para el Federalista, 20 de febrero de 1871.
texto republicado por vez primera en
·
Schaeffer,
De la influencia de Lucero sobre la educación del pueblo, cap. II; a
Bretschneider, Lutter an uniere, Zeit, p. 104.
·
Edgar
Quinet, La enseñanza del pueblo, cap.XIII, “Catolicismo y Protestantismo en la
enseñanza”.
.